Guillermo Garabito - La sombra de mis pasos

Negronis

ABC

GUILLERMO GARABITO

Los domingos tienen la redondez de una aceituna –si quedara vermú extra seco en los supermercados–. Los domingos tienen la luz de un negroni, que es del color del que son las fachadas en Roma. El domingo es el único día donde somos nosotros mismos sin necesidad de no serlo. A falta de bares nos confesamos a solas con nosotros mismos, porque un barman habitual hace de alivio para el espíritu. Por eso que anuncien que después de este desastre cerrarán cuarenta mil bares en España es otro mazazo más entre estos días de no levantar cabeza. Más paro, más negro el futuro, más soso y sobre todo más seco. La cantidad de columnistas que tendremos que aguantar ahora que se confiesen en sus artículos en vez de en los bares… La confesión es un acto íntimo y los que dicen confesarse por escrito, unos cursis.

No estamos en Roma pero el negroni es la civilización de los domingos. Un amargo que engancha. Un clásico, precisamente porque «lo clásico es aquello que no se puede hacer mejor» y exactamente eso es el negroni. El domingo es tomarse uno sin necesidad de buscar excusas.

Pienso precisamente en la bebida porque se cumple un año de la muerte del maestro Alcántara. Recuerdo que el año pasado estaba escribiendo el obituario de Manolo al aire libre, con los lirios conmigo, que hoy es un privilegio que dura diez minutos. Un privilegio muy breve que no da para escribir una columna, aunque las columnas conviene escribirlas rápido, eso lo explica muy bien mi amigo Nieto Jurado. Las columnas que salen de un tirón, como un milagro. Ayer estrenaba en Youtube la Fundación Manuel Alcántara el documental sobre el poeta que se titula «El pésimo actor mejicano». El documental es una sobremesa donde Alcántara parece Moisés grabando los mandamientos en piedra. El primero: «El columnista no debe aburrir ni a Dios». Por eso el infierno debe de ser enorme. Después, con un dry martini –«que es un cuchillo líquido»–, se habla sobre la bebida. «Un bebedor no es lo mismo que un borracho. Yo he bebido mucho y jamás me he emborrachado», confiesa Manuel. Qué lejos esos otros versos de Irene Montero que, como no ha leído a Alcántara, se conforma con escribir «sola y borracha, quiero llegar a casa».

Antes se bebía mejor. Mi amigo José Delfín, por quien conozco el güisqui, declara lo mismo. Y ahora no hago más que leer comentarios de tardoadolescentes por redes sociales esperando que acabe la cuarentena para mamarse. Para eso no les hacen falta bares.

Cuando esto acabe yo volveré a «El colmao de San Andrés» porque Juan es una columna con patas. Un artículo que nos daba bien de beber para evitar volvernos a sentir adolescentes y gilipollas. Hasta entonces la civilización es tomarse un negroni los domingos, incluso confinado.

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