Guillermo Garabito - La sombra de mis pasos

Aquí se trabaja el cielo

Castilla puede ser la frontera del cielo, que empieza donde acaba el campo

Aquí se trabaja el cielo, que es una hectárea más del campo. Se cultiva como un manojo de espigas de terciopelo verde y esponjado. Los pastores apacentan ovejas como los ángeles llevan almas una linde más allá, donde el cielo es otro terruño vecino. Por eso aquí se reza como se ara: en medio de silencios de eternidad.

Miro al cielo en este atardecer, que es de verano. Miro estas nubes que tienen color de campo, luz de arcilla y amapolas que se abren bocabajo. El cielo de Castilla es un terruño más en lo alto del páramo. El cielo está aquí al lado y no necesita maquinaria pesada para sembrarlo. El cielo requiere jardinería fina de jardín desmelenado. En lo alto del páramo, aquí en La Mudarra, se escucha a Dios hablando. Dios habla en silencio y aquí todo es silencio porque Dios debe de estar gritando.

Aquí, ya digo, se trabaja el cielo. Se encarga de él mi vecino Cesáreo, que aunque tiene ochenta y tantos años se sigue poniendo a diario los pantalones azul faena para sentarse en el banco a la puerta de su casa, porque sostener el cielo es un trabajo. El otro día, mientras escribía otra columna, le vi levantarse del banco. Subió la calle vacía hasta un rosal silvestre que ha crecido perdido entre el cemento, cortó una rosa, la olió con todas las arrugas de su rostro y bajó otra vez la calle despacio. No se enteró nadie de la hazaña y yo siento la necesidad de contarlo. Mi vecino Sayo que ha debido de entender la vida, que en Castilla consiste en cuidar del cielo y en cuidar del campo. Este cielo de aquí arriba, este cielo que ahora escribo…

Entre tanto yo le voy dando forma al jardín que es, en el fondo, rezar con las manos. Me salen plegarias azules: azul Picasso, azul Sorrolla, azul inmenso, azul Asutral y morado de lirios juanramonianos. Castilla es un cielo abierto que se toca con las manos y yo las hundo en la tierra para ir poniendo el jardín de azul verano. Siempre ocurre lo mismo, no sé si paso más horas trabajando o disfrutando de él… Mi jardín empieza a ser como Platero, no ‘»pequeño, peludo y suave»’, como escribiera Juan Ramón, sino que ‘»nos entendemos bien. Yo le dejo ir a su antojo, y él me lleva siempre a donde quiero». Mi jardín, cada año a partir de mayo, se bebe las horas sediento de manos. Y cuando acabe esta columna, aquí seguiré rezando.

Castilla puede ser la frontera del cielo, que empieza donde acaba el campo.

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