Efecto Rivera

A los dos grandes partidos les ha indignado grandemente que tanto el señor Rivera como el señor Iglesias hayan admitido haber hecho pagos en negro alguna vez, es decir, hayan ejercido su españolidad. Tiene su gracia cuando el uno está bajo sospecha por haber llevado supuestamente durante décadas una doble contabilidad, y el otro tiene sobre sí la sombra de haber articulado, también durante décadas, una red de pagos y cobros en Andalucía en la que sería raro, raro, raro que se hubieran emitido facturas. Señales como ésta muestran a las claras el nerviosismo instalado plenamente en ambas cúpulas.

La cercanía de las elecciones está poniendo a los líderes del hasta ahora eviterno bipartidismo frente a ese espejo que le regaló Herrera a Rajoy pasadas las autonómicas. Aquí, en Castilla y León, algunos ya están poniendo el carro delante de los bueyes apelando al carbón, como si los Reyes Magos fueran a adelantarse este año al 20 de diciembre. Y mientras tanto, los nuevos juegan sus cartas, con un Rivera que cotiza claramente al alza por su discurso claro, la concreción de ideas, el empuje oratorio y la juventud renovadora (esa misma que ha pedido el presidente castellano y leonés en las listas del PP, no se sabe si como aviso a su propia tripulación, en la que sobra mucho lastre usado, o como consejo y forma apotropaica de variar aún la derrota del barco nacional), y un Iglesias al que se le ha acabado el chance, cada vez más desnortado, más etéreo y más incoherente, como era de esperar.

Estas tierras nuestras son, por tradición, poco dadas al cambio. Así que si en un par de meses aquí se produce un cambio drástico de tendencia, que el resto de España vaya poniendo las barbas a remojo. Algunos -bastantes- tendrán que ir encargando un buen nicho político. El efecto Rivera puede ser mortífero.