Artse&Letras / Libros

Un divertido mecanismo de defensa

Alejandro Cuevas vuelve a tejer los hijos de la más fina ironía en la novela «Mi corazón visto desde el espacio»

El escritor vallisoletano Alejandro Cuevas en el campus de la Universidad de Florida VÍCTOR JORDÁN

JOSÉ IGNACIO GARCÍA

Con frecuencia se dice que es mucho más difícil para un novelista hacer reír que provocar la lágrima fácil de sus lectores. Por eso tiene mucho más mérito aún que el autor consiga constantemente arrancar una sonrisa, por agria que sea en algunas ocasiones, con bretes que harían llorar -o como mínimo marchitarse de tristeza- a la inmensa mayoría de los mortales.

Esa reacción provoca Alejandro Cuevas en numerosos párrafos y escenas de Mi corazón visto desde el espacio, la novela con la que vuelve a ponerse de actualidad como narrador de larga distancia, después de tres lustros de silencio editorial, rotos el pasado año con el aperitivo en forma de breves bocados de Mariluz y el largo etcétera, recopilación de relatos que fue finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León.

En realidad no es nueva esa rara habilidad que manifiesta en su obra más reciente el escritor vallisoletano. Cuevas ya había demostrado su magisterio a la hora de tejer los hilos de la más fina ironía, del sarcasmo más descarnado, en novelas como La vida no es un auto sacramental o La peste bucólica, que hacían presagiar a un autor especial, dueño de un estilo peculiar, con una manera de narrar muy diferente a los cánones habituales, pero cargada de una gran habilidad a la hora de trenzar el lenguaje y de jugar a su antojo con las palabras.

El lector que conozca al autor, que lo echara de menos y que ahora celebre alborozado su regreso, tal vez pueda pensar que se encuentra ante una novela autobiográfica, ya que la trama guarda ciertos paralelismos con los devenires que han zarandeado la existencia ultramarina del escritor en los últimos años. Pero esa aventurada suposición, tan habitual a la hora de afrontar un texto desconocido, carece de relevancia desde el momento mismo en que el protagonista anónimo de la obra es capaz de ponerse en evidencia, de reírse de sí mismo para taladrar con mayor ímpetu las conciencias dormidas de lectores aletargados por una situación social desalentadora a la que se han acostumbrado como si fuera algo tan natural como desayunar cada mañana. Y así el protagonista reconoce al comienzo de la trama que «tener estudios universitarios solo sirve para escribir sin faltas de ortografía un cartel para pedir en un túnel», o confiesa en las postrimerías que «sus padres desistieron de tener más hijos porque cuando vieron como salió él ya tuvieron suficiente».

Cuevas crea su desolador Macondo particular, al que bautiza con el nombre de Desgracia, una ciudad fácilmente reconocible para los lectores, y a la que retrata de una manera exagerada que en ocasiones roza el esperpento, gracias en gran medida a unos personajes instruidos y desaprovechados que tienen que hacer las maletas para buscarse trabajos subalternos en el extranjero, porque en su tierra su capacidad y sus conocimientos académicos solo sirven para servir copas en bares donde son sometidos a jornadas estajanovistas a cambio de sueldos misérrimos o para que los contraten como becarios en empresas como chicos para llevar los cafés.

La galería de personajes agudiza el tono ácido de la crítica cuando alude a la clase política o, por ejemplo, a una caterva local de escritores asilvestrados que conforman un patio de Monipodio que también frecuentan psicópatas, opositores suicidas, pirómanos, parejas en horas bajas o amigos eternos que parodian situaciones en las que, como el propio autor manifiesta, y no es mal consejo, «el humor es una forma de defenderse ante la vida».

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