Artes&Letras
Claridades extintas
Ángel García López publica «Cuando todo es ya póstumo», una elegía con la que el autor, juglar de Fontíveros que ha donado su archivo a la Fundación Jorge Guillén, parece dar por cerrada su obra

A los admiradores y amigos de Ángel García López -muchos porque este poeta ha cultivado la amistad por encima de otro rigor- nos extrañó recibir, en las pasadas Navidades, un libro suyo con un título nada jocundo: Cuando todo es ya póstumo, editado por Castalia. El poeta gaditano, nacido en Rota en 1935 y muy vinculado a Castilla y León -es juglar de Fontiveros, premio Teresa de Ávila, y forma parte de esa importante nómina de autores cuyo archivo conserva la Fundación Jorge Guillén-, se caracterizó por una vitalidad exuberante que celebraba la Navidad con alborozo presencial: felicitaciones, villancicos, canciones, alegría contante y sonante en cualquier manifestación artística.
Pero este año aquella alacridad contagiosa y esperada se trocó en súbita elegía: en el cantar que desde los tiempos clásicos convierte la poesía lírica en un llanto. Había fallecido Emilia, su compañera, su esposa, el amor de toda la vida que dio comienzo a su aventura poética en 1963, y a su amplia bibliografía como escritor, con un título a través del cual han respirado durante años y años todas y cada una de sus creaciones -más de cincuenta libros publicados- y han tenido cura todas sus melancolías con la delicia suave de esta hoja de balsamina: «Emilia es la canción». Ya no. «Ya sólo quiero escuchar los maitines del cielo que entonaba Juan de la Cruz», me repetía reciente mente Ángel García López. «Con este libro doy fin a mi poesía», asegura.
De principio a fin, el libro se construye en vilo con aquello que nunca prescribe en la percepción y en los ojos del poeta
Sea así o no -quieran los dioses sempiternos que García López vuelva a aquel gozo acostumbrado que le hizo feliz de nacimiento, de vida, y de obra-, estamos ante un libro de excepcional hondura y sentimiento. Uno lee esta relación póstuma con un nudo en la garganta, y bajo esa grandeza que proporciona un mundo lleno de plenitudes. Lo primero que se pregunta el lector es cómo se ha podido vivir de esa manera. Pues de esta población de amuras -el costado que describe el barco estrecho e íntimo de la vida-, con sus totalidades a tope, deriva esta gran desolación. Elegía de 65 páginas y verso largo que nuestro duelo apenas soporta, como decía Rilke, y que García López, más atento a lo que el ángel construye, refiere y desgrana en su libro como «claridades extintas».
De principio a fin, el libro -una gran elegía de 14 consideraciones o apartados elegíacos- se construye en vilo con aquello que nunca prescribe en la percepción y en los ojos del poeta. El recorrido de García López es prodigioso porque todo cobra sentido al tiempo que se desvanecen las hermosuras, las aguas con diversos nombres, las celestes eternidades entrañables, la geografía cordial, los ojos avaros que todo lo percibían como constelaciones o como fenomenología dorada: «lloviznas, somormujos, espátulas, alcaudones al soplo de blancos huracanes de algodón sobre el campo que adormece en octubre».
Ninguna retórica en tránsito, tampoco de relleno, en esta relación póstuma. Y ello porque la tristeza -es lo que implica toda elegía como resistencia a la nada-, en el fondo, replantea la vida con una fuerza insospechable. Y esto, que ya lo vimos en el Requiem y en las Elegías de Duino compuestas por Rilke, ahora en Ángel García López se consolida como la estirpe de las cosas que no fenecen nunca porque tan sólo «la vida se cambia de ropajes, las pieles fabrican decorados sometidos a engaño». El poeta, aunque se niegue a crear más poesía o hacer un solo verso, lanza un ardiente deseo como lamentación que no cesa: que «sobre ti, luna extinta, pese leve la tierra».