Artes&Letras / Libros
Un clamor contra el olvido
Tomás Val regresa a su pueblo burgalés, Marcillo de Bureba, como escenario de los relatos «La infancia de los pueblos desaparecidos»
A pesar de que el título pueda conducir a despiste, hace casi una década que el escritor y periodista burgalés Tomás Val publicaba la novela Cuentos del desamparo, para manifestar a continuación que difícilmente volvería a escribir sobre su pueblo, porque cada vez se sentía más alejado de él.
Pero como los escritores no suelen ser gente de fiar, aunque cuando faltan a su palabra sea generalmente para regocijo de su público, Tomás Val ha vuelto a las andadas -esta vez sí, y de la mano del sello leonés Eolas- con una gavilla de relatos que roza la veintena y está ambientada en un espacio geográfico y vital que, a diferencia de los imaginarios Macondo de García Márquez o Celama de Luis Mateo, que (por cierto) firma el prólogo, no es un territorio ficticio sino su localidad natal, Marcillo de Bureba, protagonista recurrente y deshabitada de tantas de sus obras, ambientadas sobre un suelo y unos paisajes que existieron y que perviven gracias a su tenaz afán de arqueólogo de vivencias y recuerdos, que convierten a la palabra en rescoldo de la memoria y resucita a los pobladores que cincelaron la biografía de sus humildes epopeyas en paredes robustecidas de piedra y adobe.
Alrededor de ese triángulo erizado de emes que forman Marcillo, la muerte y la memoria, Val nos muestra una galería de personajes, por lo general infantiles, que deambulan entre los vericuetos de la realidad y de la fantasía, en una edad que parece ser eterna, como asegura en el relato que inaugura las páginas del libro: ‹‹cuando éramos niños, los inviernos eran largos como cuentos de viejos››, pero que antes o después, y de maneras muy diversas, termina topándose con luctuosos desenlaces que no siempre son definitivos, porque de vez en cuando aparecen fantasmas que traspasan la nebulosa de la ficción para colarse en el teatro de lo real.
Las diecinueve teselas que componen este mosaico narrativo adoptan títulos formados por una sola palabra que, en la mayoría de los casos corresponde al nombre del protagonista del relato. Luisito, que se murió incomunicado por la nieve; Tomasín y su camión de juguete cargado de bombonas de butano que parecían mandarinas; Teodora, que protagoniza quizás la pieza de más pujanza, si cabe, mientras espera -como todas las mujeres de su dinastía- una sentencia anunciada con un margen de tregua; Abilia, que nunca se supo si era cierta o no; Jacinto, que se casó con la recién enviudada Cesárea, dándole el pésame mientras contraían nupcias y desprecios en el altar; Ricardo, el raro, que creía que todos los muertos del pueblo se iban a vivir a Madrid; Eleni, la niña bella que tenía las venas llenas de azucarillos o Amador, el pastor, que se hizo el muerto para demostrar que no era tonto por mucho que desconociera quién descubrió América.
Afirma Tomás Val que «no hay grito que despierte las memorias cuando duermen›»; sin embargo él no se ha cansado de clamar durante lustros, con su voz narrativa peculiar y poderosa, para mantener despierto el sueño de que la maltratada España vacía no caiga nunca en el olvido. Y sus lectores, bien que se lo agradecemos.