Artes&Letras

Un brindis por la amistad y por Claudio Rodríguez

ABC reúne a los amigos del poeta, la familia que no le dio la sangre, para hablar del Claudio que no se estudia en las universidades, del que se codeaba con lo más selecto del mundo académico y se perdía por las tascas

Andrés Luis Calvo, Antonio Martín, José Primo, Pili Crespo, Machus, Antonio ?Pedrero y Andrés Crespo, reunidos para recordar a Claudio, con su foto detrás ABC

Ana Pedrero

Junto al Duero, su río Duradero, y con una copa de vino en la mano. Así quería ser recordado Claudio Rodríguez por sus amigos de siempre. Y así lo hacen y mantienen vivo al Claudio más íntimo cuando se reúnen al pie de las aguas y brindan con vino de Toro a lo alto. Siempre la claridad viene del cielo. Lo dejó escrito: es un don.

El poeta veía la primera luz en el penúltimo día de enero de 1934, cuando el invierno zamorano arrecia y las nieblas diluyen el paisaje, borran sus piedras románicas y tiñen de misterio sus noches. A Claudio le encantaba esa niebla que brota del Duero, el río que vertebra su verso, el que paseaba en soledad rumiando su métrica de siglos . Sus orillas guardan las huellas de aquel joven alto, guapo, siempre pitillo en mano.

Así lo pintó Antonio Pedrero en su mural de La Golondrina, el bar familiar. Tenía diecinueve años y un Premio Adonais ya en el bolsillo. A su lado, apostado en la barra, aparece el escultor Ramón Abrantes, cuyo taller era punto de encuentro de una generación irrepetible; y un joven Julio Mostajo, único superviviente de esos retratos que conforman el variopinto mapa humano que chateaba cuando chateo nada tenía que ver con internet y sí con el vino, la tapa, la palabra, el cante, el jaleo y las palmas.

Aquí, en su tierra, hunde sus raíces su poesía profunda y pura; de lo pequeño a lo universal. Todo estaba ya escrito en los surcos, campos y palomares; en sus cielos limpios, torres y campanarios; en las panderetas de las Águedas , en el vino recio que la alquimia de los enólogos ha transformado en uno de los más preciados del país.

eE su etapa escolar (tras el maestro, con chaqueta clara)

Faltan unos cuantos, cada vez más, pero los amigos se han reunido para hablar del Claudio que no se explica en las universidades; que lo mismo se codeaba con lo más selecto del mundo académico como se perdía por las tascas con albañiles, pastores, serenos, barrenderos o camareros. A todos les sacaba su jugo.

Llegan puntuales al Aureto, un café que en sus inicios apoyaba a los jóvenes poetas locales . A Claudio le gustaba conocerlos y saber hacia dónde caminaba la poesía, la vida. Una foto del poeta preside la reunión. El destino ha querido que sobre su imagen esté la de su querido Abrantes; y al lado una réplica del mural de Pedrero.

Vivos y muertos se dan la mano. Desde el otro lado de la vida se hacen presentes Agustín de la Viuda, El Rejo, catedrático tras la barra; y Tere Crespo, tan divertida como libre. Y Emilio del Valle, y Piloto y Heptener; y el genial y polifacético Luis Quico con la bella Sari, aquella pelirroja de ojos verdes sacada de una película de Hollywood . Y Larry, que hizo de la escayola y el relieve en piedra arte puro. Ellos fueron el más fuerte cordón que mantuvo a Claudio unido a su tierra. A la misma tierra, quizá.

Los vivos hablan de una Zamora que ya no existe , sin la que sería imposible entender su poesía, al igual que Zamora no puede ser entendida sin Claudio. Ahora rondan los ochenta y se abrazan y se dan dos besos. Entre ellos no existían los apretones de manos ni las formalidades. Son la familia que no le dio la sangre.

Son los resquicios de una generación que llenó de vida una ciudad que luchaba por recomponerse en la posguerra oscura: el escultor Tomás Crespo, compañero desde el primer pupitre, y su hermana Pili; el pintor Pedrero, que desde su adolescencia tuvo en Claudio a un referente para la creación artística. Su humanismo feroz, su tremenda bondad, su pasar de puntillas, su no hablar jamás mal de nadie, continúan siendo espejo de vida. Y el catedrático José Ignacio Primo, el más flamenco; María Jesús, la eterna compañera del Rejo; Andrés Luis Calvo, maestro que llegó a ser el más querido alcalde de Zamora, compañero de juegos en la calle Pelayo; y Antonio Martín, El Chulo, tabernero de vocación, que quemaba suela en los campos de fútbol de Valorio, el bosque que inspiró los poemas de Agustín García Calvo.

Claudio Rodríguez en el Lago de Sanabria

Hablan del niño Cayín que correteaba por el patio de Los Bolos, el colegio público Arias Gonzalo, y que en clase se sabía todo. A Tomás Crespo le asombraba aquella capacidad tan precoz. «Era la hostia, con perdón», dice. Y lo dice él, tan sobrio, que jamás dice tacos, y suena a dogma.

Claudio, aunque hilaba muy fino, era callado . Poseía en su mirada una extraña dualidad, la de la curiosidad infantil que jamás perdió, y la profundidad del hombre, insondable. Aquella mirada que se asombraba como un niño pero era capaz de desnudar las almas. Aquellos ojos sin maldad que absorbían el universo para resumirlo en cinco libros. Esa dualidad que mantenía incluso en las entrevistas, que podían ser un auténtico desastre si se evadía (Sánchez Dragó llegó a decir nunca lo había pasado tan mal) o de una brillantez y profundidad deslumbrante.

El dolor y el amor

Hablan del joven Claudio, el que jugaba al fútbol en el Instituto Claudio Moyano en los años duros de la muerte de su padre. El primer dolor de tantos como atravesaron su alma, hasta el punto de que Zamora se convirtió en una tierra casi maldita, en el eco doloroso de un rosario de muertes que nunca cicatrizaron. Hablan del joven que apareció radiante con una mujer de ojos transparentes a la que adoptaron como propia, una más. Clara, su sombra, su pañuelo, siempre en la sombra; enérgica, inteligente, vital. Jamás supe de tanto amor en unos ojos. Conocía la herida del poeta.

Claudio no hablaba de poesía con sus amigos. Ya instalado en Madrid, aprovechaba sus viajes a Zamora para evadirse, para mezclarse con la gente y ser uno más. No venía a instalarse, sino a refugiarse. Consciente de que era un poeta, ante todo quería ser hombre, amigo de sus amigos. Maravilloso don de humildad.

Zamora también se olvidaba de él. Por ello son sus amigos quienes comienzan a reivindicarlo y consiguen que se reconcilie y se reencuentre con la ciudad que le prestó la sábana y la mortaja. Ahora es su Hijo Predilecto y una calle lleva su nombre.

Los amigos en el día de la inauguración de la lápida de Luis Quico en la tumba del poeta

Las anécdotas se suceden ya sin orden ni concierto y es imposible ordenar el torrente de emociones que se desata. Recuerdan las conversaciones hasta la madrugada; el viaje de Blas de Otero a Zamora o cuando vino Agustín Ibarrola; o cuando Aleixandre no daba crédito a que aquel joven fuese el autor de una poesía tan madura; la fraternidad en la poesía y la mutua admiración con el también poeta Jesús Hilario Tundidor. Hablan de aquel verano feliz en Sanabria con la familia Pedrero o de cómo Claudio se puso tras la barra de la taberna de Lagasca cuando fue investido Académico para tirar cañas para sus amigos . Primo, El Rejo y Larry se fueron a Madrid en una furgoneta DKV alquilada, cargados de chorizo zamorano, vino y queso en un viaje inolvidable. O de aquella llamada, hace ahora veinte años: «Claudio se muere. Preparadlo todo, sois nuestra familia allí». Cuando Tomás Crespo y Pedrero van a verlo al Hospital les dice: «Voy de vuelo», parafraseando a su admirado San Juan de la Cruz y su Cántico espiritual.

Junto a una fuente

Son ellos quienes eligen el emplazamiento de su tumba, junto al agua de una fuente, bajo un ciprés. Como muestra del cariño y respeto que se tienen -algo tan infrecuente y perdido en el mundo del arte-, proponen hacer un boceto cada uno y elegir el que más les guste. Así, entre Abrantes, Pedrero, Luis Quico y Crespo, deciden ellos mismos que sea Luis Quico el autor. Sobre el granito, la poesía: «El primer surco del día será mi cuerpo».

Claudio muere el 22 de julio de 1999. E l 23 de julio el cortejo fúnebre se detiene en el puente, sobre el Duero, el río fundador de ciudades . Sus amigos llevaron en sus manos la tierra zamorana que lo abraza para siempre. Finalizado el entierro, sobre la sencillez de manteles de papel, con el vino en la copa y el pan en el cesto de mimbre, los amigos honraron a Claudio como él quería. Junto al Duero, con la catedral encendida en oro, se hizo verdad la poesía de lo cotidiano, el imborrable poso de la amistad. Y calmó la sed de julio el vino en las copas. Y así ocurre cada 22 de julio, agradeciendo.

Pedro, Emilio Rodrigo Hurtado, Ramón Abrantes, Claudio Rodríguez, Julio Mostajo y Antonio Pedrero

Lo académico ya está contado por los mejores. Claudio ya es de todos. Lo vivido, se guarda como un tesoro en el corazón. Qué suerte, qué privilegio tuvieron, tuvimos.

En la memoria de sus amigos Claudio vive para siempre, brindis de vivos y muertos, cigarro sin apurar, humo que perfuma el aire, leve y eterno. Es la vida más allá de la poesía, el vuelo de la celebración entre todos los que le quisimos.

Junto al Duero, su río Duradero como la palabra, como el amor. Cuando ellos, cuando nosotros no estemos, los niños leerán sus versos y sabrán quién fue .

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