Artes & Letras

La belleza intacta

El autor vuelve al género poético, en el que menos se ha prodigado. En «Los retales del tiempo» conviven sus motivos habituales con otros novedosos

José Jiménez Lozano F. HERAS

FERMÍN HERRERO

El premio Cervantes José Jiménez Lozano es un escritor impar en las letras hispánicas. Él seguramente renegaría incluso de su condición de escritor para abajarse a escribidor, cuando lo justo sería llamarlo sabio. Un sabio neto, de los pocos que en el mundo son, han sido y serán. Por motivos de espacio es imposible siquiera adentrarse en alguna de las múltiples cualidades que prueban su singularidad. Una de ellas, no de las sustanciales pero sí poco común, es su potestad sobre todos los géneros literarios, salvo el dramático.

En el que menos se ha prodigado, y a regañadientes, es en el lírico. Sin embargo, para regocijo de sus fieles, a tenor del tamaño del libro y si atendemos a los principios de sus admirables amigos de Port-Royal des Champs, que denostaban la poesía por su «uso cruel y delicioso del mundo», ha pecado últimamente y mucho. Por suerte, Los retales del tiempo es más extenso que poemarios precedentes, igual de hermoso en su sobria edición, que tan bien casa con el contenido. Hay también poemas más largos, menos impresionistas a lo jaiku japonés, discursivos, aunque no sea el caso del inicial, en el que un rastrojo con roca se equipara a un jardín zen, cuya planicie rompe la verticalidad reflexiva de una cigüeña, tal como sucedía en aquél no menos memorable en el que un guijarro negro relucía en medio de la arena.

Abundan aquéllos que denuncian la perversión del lenguaje imperante frente a la pureza de la poesía, capaz de nombrar «verdaderamente», los que contemplan con una leve ironía, melancólica, y algo de sorna las pompas posmodernas desde su feudo alcazareño donde no se halla aislado ni rendido como muchos piensan y tal vez algunos desearían, sino acantonado como un flemático tory, muy suyo, irreductible, en plenitud de fuerzas para seguir afrontando su prolongada refriega contra la estulticia y las huestes del zeitgeist, con Kolymá y Auschwitz vigentes, de «la devastada Europa», de toda laya y condición: «el académico, el político, el payaso», sus aldeas Potemkin, «los media y sus Agencias de Cultura», en general «la sinrazón» desde que el hombre no es un enigma sino simplemente un ciudadano y no queda nada sagrado ni intocable.

Abundan los poemas que denuncian la perversión del lenguaje imperante frente a la pureza de la poesía

En la mayoría reaparecen sus motivos habituales (los bodegones de una blancura inmaculada, el peligro de los filósofos oscuros con Hegel a la cabeza, el cuco de su anterior entrega, los patos y la garza de la laguna, la caña pensante de Pascal, sus shakespearianas y kierkegaardianas, su Islandia prometida, lechuzas, grillos, candelas, hogueras, cántaros…), que parecen, como de costumbre, siempre nuevos, tal el azul purísimo del cielo. Algunos son novedosos: la luna durante un eclipse, las estrellas muertas en nebulosas o el vértigo ante la página en blanco.

Entre bromas y veras, a cuenta de una presunta hipálage de las Soledades gongorinas, sacude a los críticos de turno con una admonición harto severa: «Los entendidos creen que la poesía es mentira». En pocos sitios se encontrará el lector tanta verdad como en los versos de Jiménez Lozano. Una verdad eterna, a pesar de que él mismo los rebaje como colofón a ceniza que el viento dispersa. Son versos que caminan, como siempre, ofreciéndonos gozo, consuelo y estremecimiento, ese temblorcillo de emoción, ese fulgor tan breve, «por las estrechas veredas de los justos», para, al cabo, cantar, a pesar de los pesares, sin mancillarla nunca, sin profanar jamás la gracia del don recibido, la increíble hermosura del mundo en sus prodigios y así, en cierta manera, sostenerlo, sostenernos, en su fragilidad, frente a la muerte.

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