Artes&Letras
Agapito Marazuela: el dulzainero que soñó ser guitarrista
El dulzainero y folclorista segoviano quiso ser guitarrista más que cualquier otra cosa. En los años 30 cosechó éxitos en esa faceta, frustrada por la contienda y seis años de cárcel
«Y o era y soy sobre todo concertista de guitarra; a mí fue la guerra la que truncó mi carrera». Agapito Marazuela (1891-1983) es conocido como dulzainero y estudioso del folclore la Comunidad, pero fue, además, un guitarrista reconocido. Con 85 años, él mismo reivindicaba esta faceta suya en una entrevista aparecida en junio de 1977 en la revista Narria, de la Universidad Autónoma de Madrid.
De solfeo y guitarra fueron las primeras clases recibidas por aquel niño de Valverde de Majano (Segovia), de cuyo nacimiento se conmemora en este 2016 el 125 aniversario. Con siete años, y tras una meningitis, perdió un ojo y se quedó con la vista del otro muy reducida. Su padre quiso que su buen oído compensara esa limitación que le acompañaría de por vida. Fue después, con trece años, cuando empezó a pasar alguna temporada en Valladolid para aprender a tocar la dulzaina con el maestro Ángel Velasco.
El sonido del instrumento tradicional ya era familiar para aquel chaval que acompañaba de pueblo en pueblo a su padre en sus viajes como arriero. Después, ya como dulzainero, se echaría de nuevo a los caminos para actuar donde le reclamaran. Pero la guitarra seguía ahí.
Pedro Fernández Cocero, en una entrevista con Marazuela publicada en Triunfo en abril de 1975, cuenta que cuando el futuro dulzainero tenía doce años llegó tocar en un tablao de Madrid. La Niña de los Peines quiso llevárselo con ella para hacer de él un guitarrista flamenco. Su padre no lo permitió. «Quizá sin saberlo, preserva a un folclorista para Castilla», sugiere el escritor.
Probó suerte en Madrid
En los años treinta se fue a Madrid para probar suerte con las seis cuerdas. «Marazuela se convierte en uno de los más brillantes concertistas del país y su magnífica guitarra -que le regaló la Diputación Provincial de Segovia en 1926- triunfa en las mejores salas de concierto de España y en París, después de sus resonantes actuaciones, en 1930 y 1932, en el Ateneo de Madrid. La guitarra representa la más honda y definitiva vocación y la máxima devoción instrumental de Agapito Marazuela, que así permanecería toda su vida», sentencia Manuel González Herrero en su libro Agapito Marazuela o el despertar del alma castellana.
«Arranca del clásico de la guitarra Sors, y de Tárrega, y desde los vihuelistas del XVI toca hasta Falla y Turina. Vienen los éxitos en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes y en el Ateneo. Y luego en París, en la sala Pleyel», detalla en Triunfo Pedro F. Cocero.
Afiliado al PCE desde 1932, la Guerra Civil truncó la carrera de Marazuela como guitarrista. Colaboró en la creación de las Milicias Antifascistas Segovianas y trabajó en el ámbito cultural a favor de la República. Tras el fin de la contienda se entregó y estuvo en la cárcel en dos ocasiones, seis años en total. En sus entrevistas recordaba que tocaba la guitarra para los presos, y tras ser excarcelado sobrevivió dando clases de ese instrumento y de dulzaina. Pero ya no reanudaría su carrera como concertista.
Premio Nacional de Folclore
Quedaba el dulzainero y el estudioso del folclore. Sus desvelos por rescatar del olvido la tradición musical del pueblo venía de atrás, pero fue en 1932 cuando dio un paso definitivo. Se llegó a organizar una suscripción pública para que Marazuela continuase su investigación y se presentase al Premio Nacional de Folclore. Lo ganó con su Cancionero de Castilla.
Cuando Agapito Marazuela realizó su trabajo por los pueblos de Segovia, Valladolid, Ávila y, en menor medida, de Soria y Burgos, no contaba con magnetófono para grabar a sus informantes. De oído y de memoria, transcribiendo la música a veces con ayuda de algún colaborador, debido a sus problemas de vista, el investigador levantó una obra monumental y desterró algún mito, como que en Castilla no se cantaba.
«El castellano no es un ser frío e insensible. Lo que sucede es que nuestros campesinos son retraídos, modestos con exceso, creen que lo suyo vale menos que lo del resto de España. Eso de no dar importancia a lo que se hace, a lo que se tiene, he podido observarlo especialmente en esta provincia y en las tierras cercanas. ¡Y aquellos cantos de oficio! Era emocionante ir por un camino y escuchar un canto de arada, y a doscientos metros, cuando se perdía aquel, oír otro que venía, y al poco tiempo, otro más», contaba a Pedro F. Cocero.
La «música mecánica», la emigración a las ciudades y ese poco aprecio de lo propio estaban detrás de la desaparición de la música tradicional, y Agapito Marazuela se propuso «exhumarla». Buscó a la gente mayor, «que guardaban lo más puro en todo lo tocante a sus costumbres», como explicó en su Cancionero. Muchas veces se topó con su reticencia a hablar y cantar ante un extraño. «Me ayudó mucho que yo no era un señorito, llega a ser uno de Madrid y no le cantan. Yo era uno de ellos», explicaba a Lucía Gómez y Juan Francisco Álvarez para Narria.
La dulzaina era una buena aliada para derribar algún muro, como refleja la anécdota que contó a Cocero: «Vea lo que me sucedió una vez en Hontalbilla; después del hermetismo primero, la mujer empieza a cantar y yo toco la dulzaina, y al oírnos, el viejo que estaba enfermo y me había contestado con un gruñido, va y se pone a cantar y a bailar». Era uno de ellos.
Noticias relacionadas