Artes&Letras / Libros
Acercar «allá lejos»
‘La luz que cae’, de Adolfo García Ortega, constituye una obra a caballo entre la novela, el ensayo y el tratado filosófico a partir de la vida y el pensamiento del japonés Hiroshi Kindaichi
De todos los escritores vallisoletanos actuales es, sin duda alguna, Adolfo García Ortega el más universal; y lo es, no solo por su distanciamiento geográfico de la ciudad donde nació, sino también por su condición de editor, traductor y pensador, lo que le ha permitido conocer física y literariamente numerosos confines de nuestro planeta, así como la obra de muchos autores extranjeros que no estarían al alcance de cualquier lector.
Esa universalidad de García Ortega se pone una vez más de manifiesto en su última obra ‘La luz que cae’; un libro a caballo entre la novela, el ensayo y el tratado filosófico, donde el autor -gracias a un viaje a Japón para impartir unas conferencias sobre la traducción literaria- entra en contacto con la figura del pensador Hiroshi Kindaichi, gracias a Sayoko Okamachi, amiga y traductora, a su vez, del premio Nobel Kenzaburo Oé.
Reconoce García Ortega al comienzo del libro, tras confesar su debilidad por las obras de Rimbaud o de Roland Barthes, que decir Japón, para él, es decir allá lejos, como escribe el propio Barthes en ‘El imperio de los signos’.
A partir de ahí, ese Marco Polo de las letras en que se convierte García Ortega, se embarca en un viaje por la vida y el pensamiento del ideólogo nipón que en el siglo XVIII se erigió en exponente máximo del sintoísmo herético. Para ello se basa en la biografía de Kindaichi escrita por un amigo suyo, el empresario papelero holandés Jochem Akkersdijk, que la traductora Okamachi le regala escrita en francés.
Gracias a esa biografía, y a los contactos que Adolfo, una vez regresado a España, mantiene a través de las redes sociales con su nueva amiga, profundiza en la trayectoria de Kindaichi, en los principios de sus revolucionarios tratados y escritos, que desmitifican la figura de los emperadores como seres divinos, que creen en el poder de la naturaleza, de los árboles, de la luz, de las palabras o del papel, y que aseguran que son animales como zorros o cuervos los que le transmiten los puntales en que se asienta su peculiar sintoísmo.
García Ortega, nos describe de forma brillante los enfrentamientos dialécticos entre Kindaichi y su maestro, el médico y sintoísta ortodoxo Motoori Norinaga, que al principio admira el carácter rebelde y contestatario de su inteligente pupilo, pero que años después se negará a recibirlo, escandalizado por las irreverentes teorías de Kindaichi.
Pero además de la controvertida relación de Kindaichi con su preceptor, o de la manifestación de su argumentario existencial, Adolfo García Ortega aprovecha estas páginas para acercarnos la magnificencia del imperio del sol naciente, la atracción que ejerce el monte Fuji sobre él o los viajes a Nagasaki e Hiroshima, donde los americanos hicieron estallar las bombas atómicas que acabarían con la capitulación japonesa en la Segunda Guerra Mundial. Es en Hiroshima, y apoyándose en la imagen gráfica que muestra a una mujer unos minutos antes de la masacre nuclear, donde el escritor nos regala uno de los pasajes más hermosos y sobrecogedores del libro.
Pero en ‘La luz que cae’, García Ortega nos demuestra también su conocimiento y su debilidad por directores de cine japoneses como Mizoguchi, Yasujirö Ozu o Akira Kurosawa, o el iraní Abbas Kiarostami; o nos recuerda su predilección por filósofos como Tales de Mileto o escritores como Borges, Kafka, Dickens o Poe. Además de rescatar, en uno de esos viajes en el tiempo que la literatura permite, la escena del tiroteo entre Verlaine y Rimbaud, que a punto estuvo de acabar con la vida del autor de ‘Iluminaciones’.
El periplo vital de Kindaichi no se circunscribió a la mera estancia en su país. Contraviniendo las leyes de la época, abandonó disfrazado su tierra natal para viajar junto a su amigo flamenco Akkersdijk a tierras neerlandesas. Allí conoció mejor el idioma holandés, las costumbres europeas y mantuvo un idilio con la hija del hombre que lo acogió en su casa como uno más de su familia; y con él viajaría a Londres, donde descubrió la música de Mozart, antes de volver ya muy enfermo a su tierra natal, para dar los últimos coletazos a una vida atizada por los incendios naturales e ideológicos que durante años provocó.
Concluye García Ortega su ‘extraño libro’, mucho más profundo en su contenido de lo que superficialmente he insinuado, lanzando un reto a los lectores; y los advierte de que solo habrán perdido un poco de dinero si no lo afrontan. Aun en ese caso, habrá merecido la pena sumergirse en estas páginas, deliciosamente escritas y que vuelven a poner de manifiesto que cualquier obra rubricada por el escritor vallisoletano debe ocupar un lugar preferencial en las bibliotecas más exigentes.
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