Antonio Illán Illán
Con la mítica Nuria Espert: «Incendios», un Sófocles del siglo XXI
Explicar en un artículo el jardín de los senderos que se bifurcan en una multitrama es tarea difícil

Título: Incendios . Autor: Wajdi Mouawad . Traducción: Eladio de Pablo . Dirección: Mario Gas . Intérpretes: Ramón Barea, Álex García, Carlota Olcina, Alberto Iglesias, Laia Marull, Germán Torres, Nuria Espert y Lucía Barrado . Escenografía: Carl Filion . Vestuario: Antonio Belart . Iluminación: Felipe Ramos . Videoescena: Álvaro Luna . Espacio sonoro: Orestes Gas . Producción: Ysarca . Escenario: Palacio de Congresos El Greco .
«Incendios» es una tragedia cuasi «edípica» y «antigónica» de Wajdi Mouawad muy densa, con historias no lineales entrecruzadas en personajes tiempos y espacios, que componen un puzle que no alcanza su verdadero sentido hasta que se coloca la última pieza sobre el tablero del escenario.
Explicar en un artículo el jardín de los senderos que se bifurcan en una multitrama, con un nudo que dura unas tres horas en tiempo escénico y años en el tiempo real de los personajes, es tarea difícil; pero, en síntesis, estos incendios que se suceden parten de un muerto reciente que no encuentra descanso porque ha incumplido una promesa.
Nawal, la protagonista de la historia (que en el desarrollo escénico se encarnará en diversos cuerpos/actrices), deja a sus hijos (hija e hijo) gemelos en el testamento el mandato de que tienen que buscar al padre y a un hermano, a quienes deberán entregar un sobre cerrado cuyo depositario es el notario que les lee el documento. Presentan alguna reticencia, pero el deseo de encontrar su origen les lleva al lugar del conflicto del que salieron.
En escena se entrecruzan tres historias: la de Nawal, que se queda embarazada por amor a los 15 años, hasta su muerte; la historia de ese hijo, que le es arrebatado y entregado en un hospicio, al que pierde la pista y al que busca durante toda su vida, para reencontrarlo y darse de bruces con la verdad hacia el final, y por supuesto la búsqueda que emprenden los gemelos. Esto es casi la anécdota. En realidad, la tragedia que el autor escribe y que Mario Gas nos relata, en una dinámica teatral donde los monólogos adquieren un sentido bastante mayor que el de los diálogos, es el desastre desgarrador y bárbaro que supone el sinfín de violencias físicas emocionales, individuales y colectivas producido por las situaciones de guerra, en donde la dignidad de la persona deja de tener sentido.
Que esta indignidad se ponga en boca de unas mujeres, abuela, madre e hija, que van descubriendo verdades dolorosas, es algo demoledor. Y si parte de esas verdades las dice, con escasa presencia pero con mucha potencia, la ya legendaria Nuria Espert, con el estilo de decir que le es propio, aunque un poco más atenuado que en otras ocasiones, es normal que el público se amarre a la butaca y no parpadee y aguante una obra de larga duración, que, si bien se ralentiza bastante en la primera parte, en cambio se agiliza en la segunda, en la que los cuadros se suceden e incluso se superponen sin solución de continuidad con un ritmo que no da reposo a la reflexión.
La culminación, y para mí el hecho teatral más profundo, es la escena del juicio, en el que la Espert hace un alarde severo de lo que es decir un texto y llenar la escena con su sola presencia. Un texto que a buen seguro supera los cinco minutos (a mí se me hicieron muchos más) y ella de pie, con los brazos caídos pegados al cuerpo contando con ese decir sin cadencia un relato que hace llorar al más pintado.
Para entender de verdad el texto Wajdi Mouawad, de origen libanés y exiliado en Canadá, habría que adentrarse en la experiencias vividas en su infancia en Beirut, donde pudo ver, desde lo alto de un edificio, cómo un autobús repleto de refugiados palestinos era acribillado por las milicias cristianas, al comienzo de la guerra civil libanesa. Eso lo lleva al teatro y ahí están sus referencias constantes a la infancia.
El trabajo de Gas en la dirección es el de un verdadero encajero de bolillos; hace de lo dramático una novela (más parece narración que teatro al uso), pero es una narración escénica profundamente asentada en los monólogos plenos de ideas, reflexión, emoción y filosofía, y en los diálogos más livianos. Formidables los de Ramón Barea (que dobla personajes y todos los hace bien, aunque quizá debiera variar más el registro de voz para expresar mejor las diferencias). No menos formidable y con personalidad «espertiana», Laia Marull. Estupendos también en todos los papeles Álex García, Carlota Olcina, Alberto Iglesias, Germán Torres y Lucía Barrado. Y todo ello en una escenografía compleja, aunque de sencilla apariencia, con una buena iluminación y con el aporte significativo del videocine.
En el salón del Palacio de Congresos El Greco, casi lleno, con el público no sé si conmovido o conmocionado con la larguísima obra (yo creo que le sobra media hora por lo menos) y con un final sorprendente, en el que se produce el reconocimiento de un personaje por parte de otro y que este hecho provoca el desenlace del conflicto (lo que los retóricos llamamos anagnórisis), se pudo escuchar una atronadora ovación, merecida por el trabajo general del espectáculo, pero evidentemente dedicada en buena medida a lo que ya es un mito de la escena, Nuria Espert.