Toledo fingido y verdadero

Una torre de la catedral en comparsa de carnavales

Poco después del derribo de la torre del Reloj de la catedral de Toledo, en febrero de 1889, humorados figurantes en desacuerdo con la demolición proyectaron hacer reaparecer sus escombros en las comparsas de carnavales

Tejados y torres de la catedral de Toledo. Foto: Casiano Alguacil (ca. 1880)

Por JOSÉ LUIS DEL CASTILLO

Se dice con frecuencia, cuando se habla de la catedral de Toledo , que una de las características que le confieren su singularidad es que cuenta con una única torre. No obstante, es algo también propio de otras catedrales modélicas de estilo gótico, como la de Estrasburgo y la de Amberes o, entre las españolas, la de Oviedo. Es probable, además, que nunca se pensara edificar en la fachada, junto a la puerta del Juicio final, otra paralela a la de las campanas. Lo verdaderamente singular acaso sea que hubo un tiempo, entre 1425 y 1889, en que la Catedral poseyó dos y que la segunda, situada al extremo norte del crucero del templo, junto a la puerta del Reloj, de mucha menor envergadura que la que se eleva imponente junto a la puerta del Infierno, fue hecha desaparecer por derribo sin tomar en consideración las protestas.

La desaparición de la segunda torre era explicada, poco después de su demolición en 1889, no como efecto de su estado ruinoso, según se viene repitiendo, sino por la impetuosa acción de «católicas demoledoras piquetas» que se hubieran adelantado a una posible restauración. La atenta y paciente búsqueda en archivos de investigadores como Julio Martín Sánchez, Francisco García Martín y sobre todo, más recientemente, Jorge Díez García-Olalla ha permitido sacar a la luz las verdaderas razones de lo acontecido y el modo en que fuese llevada a cabo.

Esa torre era conocida como del Reloj. Su configuración primitiva se advierte en un grabado inserto como ilustración en un mapa del arzobispado de Toledo realizado en 1681 por encargo del cardenal Luis Fernández de Portocarrero y reproducido en 1763 en la obra del jesuita Christian Rieger Elementos de toda la architectura civil . Edificada en estilo tardogótico por Alvar Martínez -o Gómez: hay dudas sobre el apellido- en la misma época que la torre principal (1425), culminaba en un pequeño cuerpo de campanas, ante el que se erigía un tardón o autómata que daba las horas, y en un estilizado chapitel rematado por una cruz. A finales del siglo XVIII, durante la prelatura del Cardenal Lorenzana, fue sobreelevada por Eugenio López Durango (Toledo, 1729 - 1794), Obrero Mayor de la catedral, quien construyó el cuerpo alto de la puerta para instalar el reloj e incorporó a la torre dos cuerpos adicionales, más el templete cuadrangular que, flanqueado por grandes vanos, contenía las campanas. El nombre con el que era conocida se debe sin duda al hecho de que se edificó al servicio del reloj construido e instalado sobre la puerta entonces denominada de la Feria o de la Chapinería, entre otros nombres, y de que, como Sixto Ramón Parro describe con precisión e indica, de manera más concisa, el Vizconde de Palazuelos, en ella estaban alojadas dos campanas, una para dar las horas y la segunda, para los cuartos.

Por desgracia, la parte de la torre añadida por López Durango distaba de poder equipararse a la levantada por el arquitecto del siglo XV ni por razones de estilo, ni sobre todo de solidez. Así, a finales de 1862 el Cardenal Cirilo de Alameda encomendaba su reparación, siguiendo las recomendaciones de Sixto Ramón Parro, al arquitecto provincial Santiago Martín Ruiz , vocal de la Comisión provincial de Monumentos desde 1847 hasta su muerte en 1882 -y desde 1866, correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando-. No debían de ser muy ciertas las «cualidades especiales» que Parro atribuía a su amigo toledano, pues pocos años después, en 1884, quien era arquitecto diocesano desde 1870, Enrique Repullés Vargas (Madrid, 1845 - 1922), constataba el estado ruinoso en que se encontraba la torre por efecto de problemas serios derivados de la reparación efectuada. Como consecuencia, y tras lectura del dictamen redactado en mayo de 1885 por el arquitecto provincial, Ezequiel Martín Martín (Ventas con Peña Aguilera, 1850 - Toledo, 1932), la Junta Diocesana de Reparación de Templos encargó un proyecto de restauración a Juan Bautista Lázaro de Diego (León, 1849 - Ciempozuelos, 1919), adjunto de Enrique Repullés entre diciembre de 1884 y principios de 1887. Éste presentó en noviembre de 1885 un anteproyecto que completó definitivamente en junio de 1886, incorporando entonces las sugerencias realizadas por la Sección de Arquitectura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. No contemplaba su derribo, sino que planteaba dos opciones: construcción de una nueva torre o restauración de la existente rebajando su altura.

Segunda opción

Esta segunda opción sería aprobada en enero de 1887 por la Sección de Arquitectura de la Real Academia de San Fernando, según se lee en las actas de sus reuniones y en el Boletín de la Academia de febrero de 1887. El mismo mes de febrero sería remitido al Ministerio de Gracia y Justicia el proyecto de restauración, presupuestado en algo más de 44.000 pesetas. Sin embargo, las obras no llegaron a iniciarse, seguramente por la decisión de Miguel Payá Rico, al poco tiempo de su llegada a Toledo como arzobispo, de destinar a las de edificación del Seminario conciliar las cantidades requeridas para ello, como El Nuevo Ateneo ponía de manifiesto en enero de 1889, y por la negativa del Gobierno a sufragar los gastos de la obra si cabildo, arzobispado y fieles no contribuían a ellos, como era el caso y, no obstante, exigía la normativa legal. De hecho, tanto el Cardenal como el Cabildo tan sólo se manifestaron dispuestos a correr con parte de los gastos requeridos para la instalación de un andamiaje de auxilio.

Tras la renuncia al cargo de arquitecto diocesano de Juan Bautista Lázaro, siempre contrario a la demolición de la torre, y destituido como Obrero Mayor de la catedral el canónigo Tomás del Cueto, activo defensor de su mantenimiento, en septiembre de 1888 se ordenó a Juan García Ramírez (Toledo, 1847 - 1934), sucesor de Repullés y director de las obras del Seminario conciliar, que, «bajo la única y personal responsabilidad del Emmo. Sr. Cardenal», procediese al derribo de la edificación. Este tuvo lugar durante el mes de febrero del año siguiente, en contra tanto de la opinión de los toledanos como de los planes del arquitecto diocesano dimitido y del dictamen aprobado por la Academia de Bellas Artes, aprovechando y reforzando el andamiaje levantado entre septiembre de 1886 y finales de 1888 en base al proyecto de Lázaro. Buena parte de los materiales de derribo serían aprovechados para las obras del Seminario. Y en cuanto a las 18.524 pesetas del gasto (800 de las cuales como honorarios de García Ramírez), cantidad muy inferior a la inicialmente presupuestada, serían extraídas, siempre «por orden del Emmo. Sr. Cardenal» Payá, del llamado acervo pío , fondo constituido por los fieles a fin de merecer bienes espirituales después de la muerte y teóricamente reservado para sí o sus familiares difuntos.

No está de más insistir en que la alternativa propuesta por Lázaro, finalmente desechada, consistía en demoler los dos cuerpos añadidos por López Durango y sustituirlos por un remate de la torre acorde con el estilo gótico de la Iglesia Primada. Se advierten, por otra parte, diferencias en el tratamiento dado al asunto por los arquitectos madrileños, tanto Repullés como Lázaro, partidarios de la restauración en estilo de la torre, y por los toledanos Ezequiel Martín y García Ramírez, siempre reacios a ofrecer propuestas personales. Diferente fue también la actitud de la Junta Diocesana de Reparación de Templos durante la primacía de Juan Ignacio Moreno Maisonave , fallecido en agosto de 1884, la muy breve de Zeferino González en 1885 y el gobierno eclesiástico del Vicario capitular Antonio Pinet Duró, interesados por la restauración, o la de Miguel Payá Rico, al frente de la Sede primada entre agosto de 1886 y diciembre de 1891, comprometido con la construcción del Seminario conciliar.

El derribo

Fuera como fuese, el derribo fue llevado a cabo y las campanas trasladadas a la torre principal sin pronunciamiento alguno por parte del Ayuntamiento y sin que Arzobispo, Cabildo o Junta Diocesana de Reparación de Templos, ni antes ni después, cursaran cualquier tipo de notificación al Ministerio de Gracia y Justicia o a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, como preceptuaba el Real Decreto de 1876 que contenía las normas para la reparación de templos, ni aclarasen las razones, evidentemente de tipo económico, de la decisión tomada. De hecho, muy pronto, con apoyo en un discreto silencio eclesiástico, debió de extenderse la idea de liberar a la Iglesia de toda responsabilidad en la demolición para atribuírsela exclusiva e injustificadamente a la Academia.

Así lo evidenciaba años después, ya anciano, Vicente Cutanda (Madrid, 1850 - Toledo, 1925), en un artículo de claros tintes novelescos publicado en 1923 en Toledo. Revista de Arte . Se presenta el pintor, «la víspera del día en que la sesión académica debía decidir la suerte de la bellísima torre» dando «los últimos toques», en compañía del Canónigo Obrero de la catedral, a una memoria por presentar a la Academia de San Fernando para tratar de «detener el golpe de la piqueta». El esfuerzo va a quedar frustrado porque «una verdadera tromba de pájaros se precipita sobre ellos haciendo volar, hasta perderse en lejanos tejados», las cuartillas que redactaban, sin que les quedase «tiempo de rehacerlas, ni modo de recobrarlas». Dada la ausencia de todo informe en contra, escribe Cutanda, «la Academia decidió la demolición de la torre».

Visión distinta de lo sucedido tenían, sin embargo, otros coetáneos del derribo. Pocos días después de ser efectuado, había de celebrarse por las calles de la ciudad el desfile de carnaval. Como se lee en la revista El Nuevo Ateneo de 1 de marzo de ese año, hubo quien pensó «exhibirse […] en original y alegórica comparsa de disfraces, representando […] a la imperial Toledo». Pensaban hacer figurar entre ellos la torre del reloj de la catedral en figura de «menguante luna ¡ay! que ya no reaparecerá en luna nueva». Según la idea de los humorados figurantes, «los que han dado fin de ella irán acompañando los carros de sus escombros hasta el vertedero, armados con sus católicas demoledoras piquetas al hombro, mesurados y graves, y murmurando de vez en cuando por lo bajo y con voz gangosa: ¡Pulvis eris! / ¡Et in pulverem reverteris! ».

José Luis del Castillo, investigador ABC
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación