José Rosell Villasevil
Don Quijote no ha muerto
Es hijo de esos mundos sublimes que pertenecen al reino de la Inmortalida
Son las tres de la madrugada del 28 de diciembre de 1615. La luz inquieta de una vela ilumina tenue una de las ventanas del primer piso de la casa de la Calle del León, número 20 (de la época), esquina a la de Francos, que da al Mentidero de los Cómicos en el humilde, no obstante ilustre Barrio de Antón Martín ...
Cualquier madrugador que se preciara puede ver la cabeza inconfundible del autor del Quijote, el ya caduco Miguel de Cervantes , que se inclina sobre unos papeles donde garabatea con su todavía «manderecha», firme e ilusionada, los últimos pasajes de la que será su póstuma novela, «Los trabajos de Persiles y Sigusmunda». Apresuradamente, el «seor» Miguel trata de terminar la redacción de los últimos capítulos, pues sabe muy bien, por los avisos que le da su «anatomía», que ya tiene las horas contadas.
Ha dejado unos instantes en descanso esa péñola que está a punto de ser colgada, definitivamente, en la espetera de la fábula, y toma un volumen, visiblemente recién salido de la imprenta, en cuyas últimas páginas se detiene a meditar más que a leer, ya que su texto le es harto familiar. No obstante, entona unas frases del mismo con su arraigado, ceceante y gracioso acento andaluz: «Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete Benengeli puntualmente...» Unas lágrimas resbalan por las mejillas del gran alcalino: Don Quijote, su héroe o su mártir, acaba de morir. Pero, ¿eso es posible?
Cristo, humanísimo por excelencia, no puede contener las lágrimas cuando Marta y María le comunican afligidas la muerte de su entrañable amigo Lázaro. ¡Y eso que lo iba de inmediato a resucitar!
Pero Miguel continúa releyendo, rememorando, casi como desgranando una oración, y al llegar al Epitafio que el socarrón bachiller Carrasco ha dedicado, arrepentido, al Señor de los Justos , no le ha quedado otro remedio que el de sonreír:
«Yace aquí el hidalgo fuerte
que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco,
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acrecentó su ventura
morir cuerdo y vivir loco».
Se trataba de un error o de una necesidad literaria de aquel historiador arábigo-manchego. Quien había fenecido dignamente en su lecho era don Alonso Quijano o Quijada el Bueno . El Caballero de los Leones no podía morir porque trata un ente, un ideal, un sueño espiritual que ha de traspasar todos los límites vitales, por encima del último habitante de la madre tierra.
Don Quijote es hijo privilegiado de esos mundos sublimes que pertenecen al reino de la Inmortalidad.
Quien está a punto de agotar también su ciclo existencial es él, su cronista, segundo autor, editor o lo que sea Miguel de Cervantes Cortinas, porque Saavedra es patronímico ilegítimo, adoptado caprichosamente. Y lo hará el 22 de abril de 1616 recitando, más que escribiendo, su último himno, su canto del cisne de amor -y de humor-, despidiéndose de sus infinitos personajes que velan en silencio su ejemplar agonía: «Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida».
Eran las últimas frases plasmadas, talladas más bien en el mármol de la historia por el «Famoso todo», ¿acaso no es sublime el personaje hasta en el propio instante de morir?
El Año nuevo en que vamos entrar dentro de unos días, 2016, se cumplirán cuatro siglos de aquellos sucesos.
Por el 1946, cuando quien pergeña estas lineas balbucientes contaba 16 primaveras, y andaba cursando el “meritorio” artístico en el Teatro Alcázar de Madrid, con la Compañía de Ana Adamuz, hospedábase en una pensión familiar sita en la calle de Santa María, 12, a unos pasos del convento de Trinitarias donde descansan los restos de Miguel de Cervantes, así como los de su esposa doña Catalina de Solazar, a unos metros también de la casa número 20 (antiguo) de la calle del León, esquina a la de Francos, donde terminara su ciclo vital el Príncipe de los Ingenios Españoles.
Estaba, pues, en el limbo y no me lo puedo perdonar; pero setenta años después, en desagravio de tal desafuero, prometo a ustedes castigarles ahora, durante todo el año próximo, ofreciéndoles una columna semanal en la edición de ABC Toledo, configurando en su conjunto una biografía sucinta, ágil, periodística podíamos decir, del creador de la novela moderna, del «raro inventor» que tanto amara Toledo y nuestra región.