La polis cultural
A propósito de la celebración del octavo centenario del nacimiento de Alfonso X el Sabio
Pensemos que hablamos de Toledo. Pensemos antes en la Atenas del siglo de Pericles. ¿Acaso la más brillante y avanzada de cuantas culturas se han conocido? La polis era, en el siglo V a. C., el espacio de pertenencia, la materia nutricia para crecimiento del yo y del nosotros. No es posible entender, hoy, la democracia ni las instituciones que la apuntalan sin la referencia de la Atenas clásica. Volvemos nuestra vista, una y otra vez, sobre aquel tiempo, y, en cada mirada, ya sea detenida y honda, ya sea soslayada, vemos que la materia orgánica que permitió tal florecer fue la cultura, el cultivo del espíritu, la irrigación de la curiosidad en el cepellón del alma; esa fue la prioridad, la nervadura central de un sistema de pensamiento y de comunicación que nos ha servido, desde entonces, para conocer y conocernos. Desde la perspectiva del presente, podemos decir que nos hemos alejado de nosotros mismos tanto más cuanto nos hemos tratado de diferenciar de los griegos antiguos. Transcurrido el siglo XX, la dilución de los últimos ecos del humanismo, nos ha situado en la mayor distancia conocida con respecto a ese episodio básico de nuestro devenir, de nuestro ser esencial.
(¿Puede crecer hoy el yo y el nosotros cívico en una ciudad como Toledo que mira más al vosotros? ¿Es la cultura una herramienta activa para el desarrollo de las personas o se está confundiendo cultura con mero divertimento?).
Fue Ernst Cassirer quien más se esforzó , en el decisivo periodo de entreguerras del siglo pasado, por salvar el último vestigio de ese decálogo por el que hemos regido nuestra convivencia como una plasmación del deseo civilizador frente a la amenaza destructiva de la barbarie. Su Filosofía de las formas simbólicas es una reivindicación del saber, de la cultura, de la inclinación al conocimiento y al estímulo de la sensibilidad por medio de los códigos hermenéuticos y de comunicación que hemos creado en el ejercicio de nuestra naturaleza humana. Y es, por encima de todo ello, una tentativa desesperada por hacer de la cultura el antídoto contra la barbarie que desertiza, erosiona y mata. Los conmilitones de Cassirer, los soldados de la meditación, los que libraban, con él, la lucha por hallar la verdad, compartieron el proyecto intelectual de superar los viejos planteamientos proponiendo, a cambio, un pensamiento ya no metafísico. Tras esta batalla intelectual, estalló la segunda gran guerra del siglo XX: la barbarie se había impuesto.
(Ahora no hay batalla intelectual, hay imposición de criterios. Sin embargo la barbarie no ha muerto. ¿Acaso no se alzan voces que animan a encementar la historia en Toledo en vez de hacer de ella un hecho de cultura? El adormecimiento de la cultura crítica desata el hambre de rudeza en la que la inconsistencia colorista de la circunstancia se impone a la esencia. ¿Qué pensaría Alfonso X el Sabio si la propaganda mil veces repetida quisiera imponer la trivialidad histórica a la masa, vendiéndola como si fuera la auténtica? Quizá un cierto optimismo mediático y alguna euforia especulativa cieguen la mente de la masa acrítica y favorezcan intereses que tienen más que ver con los individuos que con la polis).
Quedaba un camino que construir entre los escombros y los cadáveres. Ese cúmulo de devastación, sin embargo, parecía haber enterrado la esperanza. Toda fe en el porvenir quedó suplida por el discurso del existencialismo heideggeriano, según el cual el hombre es un ser arrojado ahí, en el mundo, sin arraigos ni asideros. Frente a la esperanza infundada, no quedaba más que la asunción del absurdo, y, solo desde esa asunción, parecía caber la construcción de una existencia auténtica.
(¿Es la existencia auténtica la que nos ofrece como asideros culturales lo banal, los fuegos de artificio, las ocurrencias momentáneas? Toledo tiene en su tuétano dibujado el perfil de las culturas desde Túbal y antes de Túbal, desde el cerro del Bú, desde Recaredo y Al-Mamum, desde Alfonso X el Sabio y Carlos I, desde Garcilaso, Urabayen o Pérez Galdós, desde el Greco y tantos más. ¿Es el hoy acaso diferente?).
Pero la autenticidad nada puede contra el miedo. La falta de confianza en los discursos que habrían de configurar la guía de liberación del individuo arrasaron la esperanza que, como es sabido, mira siempre hacia adelante. El porvenir, en suma, era el vacío. No quedaba más alternativa que repensar el pasado para encontrar, en ese proceso, un anclaje desde el que vencer el vértigo; era necesario mirarse en el espejo de la tradición para que esa mirada nos permitiera reencontrarnos con nosotros mismos. Se trataba de no olvidar de dónde venimos, no ya para no dejar de ser quienes somos, sino para no dejar de ser alguien, para no ser engullidos por la estupidez, por la vacuidad, por la nada.
(El pasado en Toledo existe. Es el fundamento de su existencia presente y la esperanza para no desdibujar su futuro. Toledo no cabe en los esquemas de un gran parque mediático encendido con las rutilantes luces de un inmenso supermercado. Toledo debe reconducirse hacia la capitalidad de la cultura crítica que tiene en la solidaridad y la convivencia sus principios y su bandera. El mundo está necesitado de liderazgo intercultural. En Toledo, Alfonso X el Sabio, hace nada más y nada menos que ochocientos años, supo lograrlo no a través de pintar un mundo evanescente de colorines, sino a través de la cultura solidaria entre personas de diferente pensar y un objetivo común).
El pasado en Toledo existe. Es el fundamento de su existencia presente y la esperanza para no desdibujar su futuro
En el centro de ese vórtice de desarraigo y escepticismo se gestaba la Posmodernidad. Theodor Adorno denunciaba el fracaso de la razón ilustrada y llamaba la atención sobre la imposibilidad de tener una existencia correcta con una vida falsa. Con todas las salvedades que separan sus temperamentos y sus modelos de pensamiento, Adorno parecía recoger el conato de Cassirer, desvanecido entre el humo de las bombas, y, delatoramente, hablaba de una “cultura de masas” que tendía a vulgarizar el saber, a cambiar la sensibilidad por excitación, a sustituir el alimento del pulso intelectual por la sola satisfacción del instinto, a reemplazar el despertar de un espíritu cultivado por el engaño de un alma alienada.
(¿No recuerda el pensamiento de Adorno lo que apreciamos en ciertos aspectos que, bajo el manto de la palabra que todo lo tapa “cultura”, son cultura basura y precariedad intelectual? Las sociedades para crecer deben estar bien alimentadas; y las bestias rollizas no se alimentaron nunca solo de paja).
Desde Adorno hasta hoy, hemos reforzado nuestros postulados teóricos acerca de qué sea una democracia avanzada. Tenemos el paradigma del Estado de Bienestar como la más acendrada expresión del progreso. No obstante, sabemos que ese modelo de convivencia y de gestión de lo colectivo tiene un amplio margen de mejora, que empieza por su propia salvaguardia y su estabilidad no sujeta – como ha ocurrido hasta la fecha – por las oscilaciones del ciclo económico. Por eso, la mejor manera de blindar el Estado de Bienestar es superarlo, pasar a un estrato superior, ubicarnos en una versión más adelantada del progreso: el Estado Cultural.
(El Estado Cultural, la Ciudad Cultural, el Toledo Cultural, pensamos, debe huir de la pedantería de un saber vacuo o catequético y mil cosas más que constituyen el testimonio más elocuente de una opinión pública amansada que ha creído participar de una cultura empaquetada como cualquier otro gadget, cuando no participaba nada más que pasivamente de una realidad de divertimento irreflexivo).
Llamamos Estado Cultural a esa expresión de la vida en común que implica recobrar la esperanza, es decir, la conquista del porvenir, pero con la vista puesta en el pasado. Se trata de despertar de esa hibernación alienante según la cual no cabe mejor vida que la que proporciona el entretenimiento ligero y las migajas que el afán de lucro deja a las masas para la cobertura de sus propias necesidades.
La mejor manera de blindar el Estado de Bienestar es superarlo, pasar a un estrato superior, ubicarnos en una versión más adelantada del progreso: el Estado Cultural
No estamos haciendo un alegato en contra de la economía de mercado, sino, más bien, un discurso apologético a favor de un modelo de convivencia donde el afán de lucro sea compatible con el deseo de crecimiento personal y social (no solo económico). Pero corremos serio riesgo de convertir estas palabras en un manifiesto, y nuestra meditación, en un desideratum, en una bienintencionada declaración de voluntades. Y no es eso; no es solo eso: creemos, de hecho, que esa organización social y administrativa puede y debe implantarse, y debe hacerse, preferentemente, desde la Administración local.
Sabemos que, hoy en día, las industrias culturales y creativas son un sector pujante de la economía posindustrial. Ninguna sociedad moderna avanzará de espaldas a este ámbito de la economía. Ahora bien, su estimación y enfoque será muy distinto, como lo serán, también, los resultados que de ello se derivan, dependiendo de que la concepción que se tenga de la cultura, que puede ser un simple generador de ingresos dentro de la maquinaria de la industria del ocio, o - si miramos un poco más allá - un motor de cambio social, un factor de progreso, un verdadero signo de mutación de época.
De acuerdo con la dualidad de ese planteamiento, a Toledo, como ciudad eminentemente cultural, se le plantean dos disyuntivas: la primera, sumarse a la superficialidad de la cultura de masas, al entretenimiento rápido y ligero, al crecimiento económico que sitúa el ocio como una fuerza motriz con pujanza solo cuando el ciclo es alcista. La segunda, sin renunciar a la primera de las alternativas, incorporarse a la estabilidad de ser una “polis cultural”, un emblema del Estado de Cultura. Para ello, será necesario que volvamos nuestra vista atrás, que tomemos como referencia la Atenas de Pericles, que incorporemos, a la ciudad, los símbolos de su propio código cultural: El Greco, buena parte de los escritores de nuestro Siglo de Oro y de la Edad de Plata de nuestra literatura (uno de los primeros es Benito Pérez Galdós, otro, Félix Urabayen)…, y, por supuesto, Alfonso X el Sabio, entre otros.
Las efemérides son despertadores que nos sacan de nuestro letargo para ponernos en contacto con la historia; son el indicio que nos señala el camino para unir el pasado con el presente, y nos ayudan a encontrar el sentido que debe imprimirse para ganar el porvenir. De nosotros depende que no pasen de ser un amasijo inconexo de fastos prescindibles, de fotos protocolarias, de fuegos de artificio y papel cuché o, por el contrario, se conviertan en el principio de un cambio, en el origen de un proyecto cívico, en el diseño de un ideal de ciudad, en el comienzo de una realidad donde el progreso esté ligado a un modelo de desarrollo estable, sostenible y equitativo, dinamizador de la economía y del empleo.
Contamos con referentes cercanos; la celebración del centenario del Greco, en 2014, supuso un auténtico revulsivo para la ciudad: la suma de actos y propuestas con que se celebró la efeméride fue el resultado de un diseño cultural cuidadosa y sensiblemente meditado. La muestra que sirvió de ápice de tales celebraciones ofreció una nueva dimensión del turismo, de la cultura y de la ciudad en su conjunto. Por sí misma, la exposición sirvió de prólogo a una propuesta ambiciosa, que apuntaba a la mutación de Toledo como una ciudad de cultura, de oportunidades, en un marco de cohesión y de equidad; nos referimos al Museo Nacional del Greco, proyecto que se desvaneció entre fatuidades y miedos al futuro.
La celebración del centenario del Greco, en 2014, supuso un auténtico revulsivo para la ciudad
Aquel proyecto contaba con un componente nuclear: una entidad y un equipo que sirvió de nexo entre la clase política, la sociedad civil y el sector empresarial, a cuyo frente se situó alguien que supo conciliar intereses y aprovechar cada aportación como un multiplicador con repercusiones positivas para todos. La presencia de una figura de este cariz es esencial para que ni la vanidad ni la codicia ni la mediocridad mediaticen los proyectos. Sin embargo, ni siquiera un liderazgo temporal por mucho poder o prestigio que tenga es capaz de sostener un modelo de ciudad cultural en el tiempo. Por ello reivindicamos un liderazgo social de la institución municipal, que con un acuerdo común y solidario, sea capaz de mantener el modelo por encima de intereses partidistas o de corporaciones que se renuevan cada cuatro años. La polis está por encima de sus dirigentes, por muchos votos que les hayan dado los ciudadanos para auparse.
Solo la ubicación de la cultura en el centro mismo de nuestro presente nos permitirá construir el discurso con que conquistar el porvenir. ¿Tendremos el coraje necesario para reivindicarlo? ¿Tendrá, quien ha de decidir, el sentido estratégico necesario para ejecutarlo? El signo de las respuestas coincide, en buena medida, con el de nuestro mañana. Y Alfonso X el Sabio estará mirando desde su centenario cómo pasa el tiempo, qué decisiones se toman y si su ejemplo, que supo unir al mundo de la cultura, para trascender la cultura misma, es aprehendido y seguido por una ciudad que no es patrimonio solo de sus habitantes, sino de la Humanidad.