Hilario Barrero
Me convocan a ser jurado
«La sala está casi llena, con unas 700 personas que esperan en silencio que empiece el acto»
Por sexta vez me convocan a ser jurado. Llevo unos días amenazado con los cristales envenenados en la espalda y no hay agujas, ni ungüento, ni calmantes ni ejercicios que los derritan. No tengo más remedio que estar a las ocho y media de la mañana en el juzgado en donde tengo que hacer una cola para pasar los controles de seguridad, como si uno fuera a viajar al país de la justicia. Sin cinto, sin reloj, sin móvil, sin abrigo, ni llaves, indefenso y frágil, paso la prueba y me encamino al segundo piso , el mismo camino que ya he hecho otras veces. La sala está casi llena, con unas 700 personas que esperan en silencio que empiece el acto. Una joven, sentada delante de mí, me pide un bolígrafo para rellenar uno de los impresos. Es la primera vez que viene, me dice sonriendo tímidamente. Yo le digo que espero que esta sea mi última vez y le cuento algunas de mis experiencias. Está nerviosa. «La justicia es cosa seria», dice. El joven de mi derecha lee una novela en ruso, el de la izquierda parece que duerme. Impresiona el silencio: como de acto fúnebre.
A las nueve en punto aparece la funcionaria . Empieza dando los buenos días que son acompañados de un agudo pitido gentileza del micrófono que vuelve a cortar las palabras por unos momentos. La funcionaria habla como si fuera una maestra de escuela: entre autoritaria, maternal, didáctica y cuando dice «a mi derecha» ilustra la frase extendiendo el brazo y la mano en dirección a una puerta. Como conoce el percal insiste que las preguntas se harán después de un video que durará quince minutos. Antes, el micrófono vuelve a distorsionar la voz de la funcionaria, dice que tiene tres cosas que anunciar. Como buena maestra las ordena con A, B y C. Hasta se ven los dos puntos después de cada letra. «A: a mi derecha –y extiende el brazo-- que vengan los que se han dejado en casa la citación». Se levantan una joven y una señora mayor. «B: a mi derecha –vuelve a hacer el mismo gesto —los que tengan antecedentes penales». Nadie se nueve. «C: los que hayan servido hace seis años» y nos levantamos cuatro personas. Toda la sala nos mira y me imagino, que aunque uno no tiene pinta de delincuente –tampoco la tienen muchos de los políticos y salen hasta en la televisión-- algunos habrán pensado que uno tiene antecedentes penales. Nos mandan a una sala más pequeña donde otra funcionaria, de modales hoscos y maneras bruscas, se acerca a mí y pronunciando mi hombre de tal modo que pareciera estaba hablando en chino, me dice que le cuente mi vida . Saco un folio, que llevo doblado en el bolsillo que va cerca del corazón como quien lleva una astilla del Lignun crucis o una espina de la corona de Cristo y se lo enseño sin decir nada. Me mira, lo abre, lo mira, me pide la citación y me dice que espere. Mientras tanto dos de los que se levantaron conmigo resultaron tener antecedentes penales . Una de las que perdió la citación, que está sentada a mi lado, me cuenta que es la primera vez y que aunque ha perdido la citación hizo una fotografía y espera que le sirva. Vuelve la funcionaria de rudos modales y me dice que me puedo ir. Por un momento se me pasa el dolor . Antes de darle las gracias me devuelve la reliquia.
Al salir, todavía hay cuatro filas de jurados entrando por los controles de seguridad . A pesar del frío y de una lluvia pertinaz que caía y del dolor de espalda que volvió, me sentía liberado y me puse a andar por el vecindario, un poco perdido, hasta que vi un café «parisino» donde me tomé un cortado y un cruasán de almendras, mientras la lluvia tecleaba en el cristal de la ventana un mensaje que solo la justicia con los ojos cerrados era capaz de entender.