José Rosell Villasevil - DESDE EL ALCALÁ

Por ahora aparecía el II Quijote

A su autor le quedaban cinco meses, casi exactos, de vida, y aún había de terminar el «Persiles»

José Rosell

Quiero recordar a mis amables y discretos lectores que, la segunda parte del Quijote, el libro más comentado, discutido y polemizado de todos los libros, y por el que se declaran la guerra reivindicando su cuna, o la de su autor Miguel de Cervantes, tantos pueblos de La Mancha, salía a la calle de San Eugenio, de la bella ciudad de la «Osa y el Madroño», por estos días otoñales de mediados del mes de noviembre de 1615.

La edición «princeps» del que llevará por título «El Ingenioso Caballero Don Quijote de la Mancha», debía estar concluida desde algún tiempo antes, pero tanto la falta de la «Fe de erratas», subscrita por el doctor Francisco Murcia de la Llana , quien dice «no ver cosa alguna en este libro que no corresponda con el original», buen ojo clínico para quien, además de corrector, era médico, al no percatarse de ninguna de las mil erratas que, aproximadamente, el texto padecía. No en balde criticaban jocosamente sus contemporáneos, que tardaba menos en corregir un libro que en tomar el pulso a uno de sus benévolos pacientes.

También faltaba la «Tasa», que firmará Hernando de Vallejo, «escribano de Cámara del Rey, nuestro Señor», quien lo valora en cuatro maravedís el pliego, por setenta y tres que contaba, en un montante de doscientos noventa maravedís. Ello se entiende en «rama», es decir, sin encuadernar.

Ambos documentos, absolutamente preceptivos, llevan la misma fecha de emisión: veintiuno de octubre de 1615.

Pero aún faltaba la Aprobación del doctor Gutierre de Cetina que, aunque no imprescindible, sí aparece en esta primera edición, firmada con fecha cinco de noviembre del año que comentamos.

En tanto se agregaban estas diligencias al pliego en blanco que las esperaba, calculamos que por estas fechas saldría, por fin, en didscreto silencio no obstante triunfal, de la imprenta de Juan de la Cuesta -que ya no regentaba Juan de la Cuesta-, para ver la luz incomparable de Madrid, tan gloriosamente captada luego por Velázquez, camino de la librería de su editor, Francisco de Robles , sita en la pequeña callecita de Santiago, entre la Plaza de San Miguel y la famosa Puerta de Guadalajara.

A su autor le quedaban cinco meses, casi exactos, de vida, y aún había de terminar el «Persiles», cuya escalofriante dedicatoria al Conde de Lemos, su bendito protector, nuestro alcalaíno ya casi agonizante. Póstumo libro de cuya publicación se encargará su esposa, la inefable doña Catalina, la noble esquiviana cuyo 450 aniversario de nacimiento también conmemoramos en este romántico mes de Todos los Santos.

Que no sean, ambos ilustres modelos de una Humanidad a quien engrandecen, «hojas caídas juguetes del viento», triste objeto del cruel olvido, sino causa y muy leal motivo de nuestra más sincera gratitud. El mundo, sin ellos (con lectores o sin lectores), apenas si se se puede concebir. Su aureolada memoria nos honra a todos.

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