ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA
Renovarse...o seguir
Galdós o los infiernos de la Administración
¿Cuáles son las misteriosas razones que llevan a algunos a perpetuarse en el poder? ¿Tal vez un desmedido afán de notoriedad o el prestigio social que los cargos llevan aparejados? ¿Quizá los privilegios o, más llanamente, los beneficios pecuniarios? ¿Se deberá el ansia de poder, en términos freudianos, a una compensación de las carencias afectivas o sexuales? O puede que incluso se trate de un virus (cosa nada improbable en estos tiempos), un virus cada vez más contagioso y contra el que nunca se ha de encontrar antídoto, porque forma parte de la propia naturaleza humana, sobre todo de la de quienes poseen una incurable vocación arribista.
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En cualquier caso, para todos los afectados por esas «ansias vivas», en su «Oda a la vida retirada» Fray Luis de León dejó escritos, con su sabiduría estoica, versos tan oportunos como los que siguen:
Y mientras miserable-
mente se están los otros abrasando
con sed insaciable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.
Esta insaciable sed de mando , de la que hablaba el poeta agustino, puede que esté escrita en el ADN humano, pero debería estar debidamente regulada y, en algunos casos, sometida a tratamiento psiquiátrico. Pero al contrario, semejante patología se alimenta y crece gracias a un sistema viciado , cuya legislación no pone límites a la situación y permite que los cargos públicos (a cualquier nivel) se renueven interminablemente, casi in aeternum. Y lo permite, en muchos casos, sin haber pasado prueba alguna de competencia o aptitud.
De tal manera, hay equipos directivos que engordan o envejecen en sus despachos, a menudo sin dignidad, y se valen de toda suerte de tretas (legales o ilegales) para aferrarse al cargo como náufragos a su tabla salvadora . Hay ministros (o ministras) que pueden llegar a serlo sin haber aprobado una carrera, como hay presidentes (o presidentas) a los que no se les conoce otra profesión que la de haber ejercido, vitaliciamente, unos u otros cargos. Incluso hay directores de instituto que ¡oh paradojas docentes! no sólo no han dado una clase en su vida sino que ni siquiera aprobaron el Bachillerato.
Con tales mimbres en la cúpula directiva de algunas empresas públicas (sean cuales fueren sus áreas de influencia y poder) no se da el mejor ejemplo para las nuevas generaciones , a las que después se les exigen grados, másteres y títulos innumerables para acceder al mercado laboral. Unos títulos que, con frecuencia, se encuentran ya devaluados de antemano, pues los sucesivos planes de estudios se encargan de subrayar que ciertos valores como el esfuerzo, la exigencia y el espíritu de trabajo están anticuados o resultan poco eficaces. Ya Valle-Inclán proclamó también amargamente, en Luces de bohemia , que «en España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero». O con más contundencia aún: «En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza».
A pesar de su rabia incontenible, las palabras de Valle-Inclán hoy siguen teniendo vigencia y, en lo tocante al menosprecio de ciertos valores, es un síntoma muy alarmante el hecho de que a los alumnos se les permita, por ejemplo, obtener su título de Bachillerato con una o dos asignaturas suspensas.
Y no es menos alarmante el hecho de que a los profesores se les convierta progresivamente en máquinas de rellenar informes, una tarea burocrática que tampoco dice mucho en favor del digno y antiguo oficio de enseñar.
En este año del centenario galdosiano, no vendría mal que algunos ministros, presidentes y directores leyesen -si no se les ha olvidado leer todavía- una novela titulada Miau , donde su protagonista, Ramón Villaamil, víctima de su situación laboral de cesante, acaba pegándose un tiro en los antiguos terraplenes de Moncloa. La Administración, «indecente y marrana», tal como Galdós la describe , es -en su nivel funcionarial- un laberinto infernal, nido de trepas, holgazanes y medradores, cuyo único objetivo es ascender algún peldaño más en el escalafón burocrático. Y a más altos niveles, el personaje se lamenta de que en aquel tiempo (el de la Restauración), «la política ha caído en manos de mequetrefes» y, en consecuencia, el aparato administrativo ha degenerado en un «panal» de corrupción del que se nutren tantos y tantos intereses, de ahí que no sea infrecuente encontrar en esta novela afirmaciones tan sabrosas como la siguiente: «la condenada Administración es una hi de mala hembra con la que no se puede tener trato sin deshonrarse…».
Un siglo después de la muerte de Galdós, no parece que hayan cambiado demasiado las cosas ; al contrario, la monstruosa maquinaria de la Administración ha multiplicado sus laberínticas estancias y, paralelamente, se han multiplicado sus corruptelas, sus tácticas clientelistas, sus mil diversas formas de nepotismo. Por increíble que parezca, el motor de esa perversa maquinaria sigue alimentándose con el combustible de la lógica española que, según Galdós, consiste en que «el pillo delante del honrado; el ignorante encima del entendido; el funcionario probo debajo, siempre debajo…».
Si alguna vez creímos en la justicia social o en la justicia divina, hace ya mucho tiempo que dejamos de creer. Y esa falta de fe se renueva cada día con cada nuevo escándalo, o cada cuatro años, con cada nueva legislatura.