Constantino Molina - OPINIÓN
La pintura dócil, el arte de adornar pasillos
«¿Qué fue de los nuevos ricos, aquellos gañanes ostentosos que compraban arte por esnobismo y pretensiones de agudo inversor?
Desayuno un café con leche, tostadas y un zumo de naranja. Frente a mí, a dos metros, contemplo un pequeño óleo sobre tabla que forma parte de una exposición . Las migas del pan saltan con el crujiente chasquido de cada mordisco. Imagino al pequeño personaje que vive dentro de la obra haciendo muecas y cerrando los ojos para evitar que alguna de ellas se le cuele entre los párpados. Al terminar me percato de que un par de migas han quedado adheridas sobre el óleo, entonces la limpio de un soplido, pago y me voy.
Esta es una de las ventajas de la crisis: los bares, tiendas, peluquerías y comercios varios se han transformado en improvisadas salas de muestra . Uno puede cortarse el pelo, comprarse unos zapatos o tomarse una cerveza mientras contempla las últimas tendencias del arte plástico.
La desventaja, sin embargo, es la aceptación de un arte domesticado que se mueve en una dirección clara: el pequeño, en ocasiones liliputiense, formato . Y son dos los principales motivos que atrincheran o encauzan a los creadores hacía ello: la falta de salas acondicionadas y principalmente el perfil de los compradores que han quedado en el mercado mayoritario del arte.
¿Qué fue de las fundaciones, de las subvenciones culturales y de las salas en las que una obra de dos metros cuadrados tenía la perspectiva necesaria para su observación? ¿Qué fue de los nuevos ricos? ¿Dónde están ahora aquellos gañanes ostentosos, los del oro al cuello, el Porsche Cayenne y las mariscadas a la hora del almuerzo que compraban arte por esnobismo y pretensiones de agudo inversor? ¿Qué fue del blanqueo, de los notarios, arquitectos y abogados?
Ni rastro. Nos quedan los bares y comercios. Nos queda la clase media, funcionarios y jóvenes mileuristas como compradores que sustentan un mercado que también hizo sus cimientos en el ladrillo y que conoció tiempos mucho mejores.
Nos queda contemplar la tierna escena de un artista que toma las medidas de un marco económico de Ikea y amolda el formato de sus futuras obras a esa enmarcación. Nos queda un profesor de filosofía gastándose parte de la extra de verano en un grabado de Chillida. Nos queda alguien colgando un cuadro de 20x20cm en el pasillo de su casa, donde la perspectiva no amenace con hacerlo desaparecer. Nos quedan artistas que pintan con con un cepillo interdental en un estudio dentro de un armario empotrado. Nos queda domesticar y adaptar la pintura emergente a las condiciones económicas.
Nos faltan los que se manchan, los que dejan el movimiento abierto del cuerpo sobre un lienzo que no sustenta un pequeño atril. Pienso en los jóvenes Barceló y Basquiat , sin un céntimo todavía, retorciéndose entre la pintura, caminando sobre una tela de 3x2 metros, pienso en Lucian Freud en su estudio emplastado de trapos y óleo. Pero sobre todo nos faltan los del Porsche Cayenne y las mariscadas al almuerzo, los que ahora me vienen a la cabeza en un poema de Kavafis , aquel que decía «¿Y qué será de nosotros sin bárbaros?/ Quizá ellos fueran una solución después de todo».