Javier Arroyo Bretaño - OPINIÓN

Lo que no se ve

Siempre he pensado que ver Toledo por primera vez debe ser una experiencia hermosa. En mi caso, como nací en esta ciudad, he creído durante mucho tiempo que nunca tendría ese placer

JAVIER ARROYO BRETAÑO

Siempre he pensado que ver Toledo por primera vez debe ser una experiencia hermosa. En mi caso, como nací en esta ciudad, he creído durante mucho tiempo que nunca tendría ese placer. El tiempo es un vector que nunca se detiene, y Heráclito escribió que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Aunque fuese verdad aquel verso manriqueño de que cualquiera tiempo pasado fue mejor, realmente nunca lo sabremos con certeza, como jamás podré bañarme en aquel Tajo al que Garcilaso le componía sonetos. Y espero que nadie lo intente, porque ahora el río da asco. Como puede darlo, a veces, la ciudad a la que rodea.

He tenido la fortuna de vivir una infancia toledana de la mano de un padre licenciado en Historia. Solo necesitaba una pizca de imaginación y el resto salía solo. Un paseo dominical por la judería no era un paseo cualquiera; era un tour por las estrechas calles que recorría cojeando el marqués de Villena antes de sufrir su famosa doble muerte; o contemplar amores truncados por la religión en el callejón de los Jacintos; o acabar mirando atardecer en el paseo de San Cristóbal mientras Yusuf ultimaba los detalles para llevar a cabo su venganza, a nuestras espaldas, la noche de la jornada del foso.

Mi creatividad infantil despegaba los pies del suelo, cada vez con más impulso, cuando mi padre agarraba mi mano, señalaba un enclave y comenzaba a contarme una historia. Que fuesen reales o no, a mí me daba igual; solo importaba que permitieran crear en mi cabeza aventuras infinitas en unas calles con mucho más encanto que las que yo pisaba, aunque fuesen las mismas.

Años después, casi de repente, dejé de ser un niño. La ciudad me miró a los ojos y me di cuenta de que ya no estábamos enamorados. Todos sus mundos infinitos y sus aventuras infantiles se retrajeron, y dejaron un gran hueco que ocupó la otra cara de Toledo, la que a mí no me gustaba cuando era pequeño: la estéril, la vana, la finita. Ese rostro que tiene poco que ofrecer a un joven con más ganas de volar que alas. Los nigromantes pasaron a ser ancianos enjutos que olían a puro y escupían por la calle; las princesas, chicas que se torcían los tobillos como potrillos recién nacidos cuando intentaban subir borrachas y con tacones la cuesta del Cristo de la Luz ; los palacios renacentistas se convirtieron en discotecas; la aventura, en tedio. Y yo no paraba de pensar que no quería dejar este mundo sin ver Toledo por primera vez. Me quemaba por dentro la idea de que llevaba tantos años aprendiéndome de memoria esas calles, que nunca más podrían sorprenderme, y que jamás habían conseguido dejarme sin aliento como te deja lo bello cuando lo contemplas por primera vez.

Sin embargo, una madrugada, no hace mucho, recién llegado de Granada de vuelta a la rutina, pasé por la muralla frente al puente de Alcántara y no pude evitar pensar en lo que me recordaba aquello a la entrada de la Alhambra. Comencé a subir por el Paseo del Carmen con un nudo en la tripa. Casi me parecía oír cómo mi padre me contaba que Toledo, en tiempos árabes, había tenido una alcazaba casi tan majestuosa como la de Granada, que empezaba ahí mismo, y en mi cabeza comenzaron a alzarse sus palacios y espléndidos jardines.

Al pisar la arena del Carmen, como por arte de magia, casi podía ver a Teresa de Ávila ayudando a escapar a Juan de la Cruz de la cárcel que había en el siglo XVI sobre lo que mis pies estaban pisando. Seguí subiendo y, en la cuesta de Cervantes, a la altura del Museo de Santa Cruz , vi termas romanas en las que se discutían los asuntos de la villa, y a Alfonso X jugando al ajedrez en el Palacio de Galiana , y a unos jovencísimos artistas de la Generación del 27 robando sábanas en el burdel de la plaza de Santiago de los Caballeros, en una de las incursiones vandálicas de la Orden de Toledo . Todo cobró sentido.

Toledo es una ciudad bella, preciosa si la ves por primera vez. Pero es limitada, como la vida y el ser humano. Y, cuando te cansa, cuando crees que ya nada puede ofrecerte, solo tienes que mirarla con otros ojos, con ojos nuevos, con inocencia infantil, para volver a quererla. Supongo que la vida consiste un poco en eso: en dejar siempre un pequeño hueco a la sorpresa; en aprender a ver lo que no se ve cuando crees que ya nada merece la pena. Porque la Belleza (así, con mayúsculas) existe, está ahí; solo hay que saber mirarla a los ojos.

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