ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA
El lector esquivo (sobre el lector de poesía y otros misterios)
En primicia para Artes&Letras, un capítulo de «La musa a la deriva»

«Quién es el público y dónde se encuentra?», se preguntaba el siempre lúcido Larra en uno de sus más conocidos artículos. Se preguntaba, obviamente, por el público teatral, un receptor cuya actividad requiere bastante menos esfuerzo que la del lector, porque mucho más pasiva y más cómoda es la simple tarea de escuchar que la de leer. Hoy en día, si la pregunta del buen Fígaro se hubiese referido al lector de poesía, quizás se habría limitado a subtitular su artículo: «¿pero hubo alguna vez lectores de poesía?».
La especie a la que pertenece el lector lírico es más bien evanescente y está marcada, desde sus más remotos orígenes, por la indefinición. Puede que sea posible trazar el retrato robot del lector de best-sellers, pero sería imposible hacer lo mismo con el lector de versos recurriendo a datos tan concretos como su sexo, edad, clase social, oficio, condición o nacionalidad. El lector de poesía es una entidad brumosa, una entelequia cuya existencia sólo puede postularse recurriendo a una premisa evidente, que a su vez conduce a una conclusión discutible: si la poesía existe, ha de existir necesariamente su lector, porque de lo contrario el hecho poético carecería de sentido.
Hoy, en efecto, abundan los poetas , se multiplican las antologías, proliferan los premios literarios, se suceden, hasta la extenuación, los títulos de poesía...; y sin embargo el presunto lector no aparece por ninguna parte . Sólo en el ámbito de la lírica, mejor que en ningún otro, podía ocurrir semejante paradoja.
De la abundancia y diversidad de las antologías o de los premios -sean florales o no- hemos dejado ya constancia a lo largo de algunos capítulos de este libro. En cuanto a la abundancia de poetas, es una realidad tan palmaria que no es preciso insistir en ella . Cabe suponer, en cualquier caso, que semejante superpoblación de autores ha sido una constante a lo largo de todas las épocas de nuestra historia, pese a que las nuevas redes sociales hayan contribuido en nuestros días a hacer aún más denso y farragoso ese censo inagotable. Bástenos recordar que ya Cervantes , en su muy olvidado Viaje del parnaso elaboró, con su inimitable vena satírica, una nutrida nómina tanto de los buenos como de los malos poetas de su tiempo . A los primeros los elogió, y a los otros, a quienes describe en «apretada enjambre», los despreció y les dedicó algunos tercetos tan sabrosos como el que sigue: «este muerto de sed, aquél de hambre;/ yo dije, viendo tantos, con voz alta: / - ¡Cuerpo de mí con tanta poetambre! ».

Los poetas siempre estuvieron ahí y ahí continúan, incombustibles, desafiando al tiempo y a las modas, resistiendo a la indiferencia de los lectores, a la erosión del tiempo y al afán profético de algunos críticos literarios. Unos andan buscando un hueco en las antologías, otros buscando un hueco en el mundo, y otros, más ambiciosos, buscando un hueco en la posteridad. En definitiva, muy pocos son los que han quedado y menos aún los que quedarán, pero a pesar de todo, fuera del ámbito de las aulas o del entorno de los propios poetas, ¿quiénes son los lectores de poesía? Los autores que han alcanzado la categoría de clásicos, ya sean antiguos o contemporáneos, gozan al menos del privilegio de que, al menos en época de exámenes, sus libros estén «si no bien entendidos, siempre abiertos» sobre los pupitres de las aulas; pero el resto, que son casi todos los demás, permanecen en esos largos arrumbaderos que son las estanterías del olvido.
Y sin embargo, cuanto más esquivo se vuelve el lector, más afanosamente escriben los cultivadores de la lírica . En una extraña e inexplicable paradoja, puede afirmarse que los poetas crecen en relación inversamente proporcional a su número de lectores. Están ahí, ocupando un espacio propio (o ajeno); ruedan por las antologías o por las páginas de unas revistas que tampoco se leen; recitan pertinazmente en tertulias cuyo público fiel está constituido siempre por las mismas caras, que se repiten de acto en acto y de temporada en temporada, como si se tratase de un decorado silencioso y portátil que forma parte del atrezzo lírico; se dejan ver en círculos que suelen ser cerrados y en ocasiones viciosos , e incluso a algunos ya se les ve paseando orgullosamente con su propia estatua de la mano...
Los poetas y sus obras son, evidentemente, la parte más visible de un edificio construido sobre unas columnas demasiado frágiles que son las del lector. El problema, por tanto, no es que existan demasiados poetas sino que no haya lectores que, en una proporción adecuada y necesaria, sean capaces de absorber sus obras. Las escasa tirada de las ediciones poéticas muestran que el destino de los libros es, en el mejor de los casos, los almacenes de las editoriales o los sótanos de las instituciones que los financian.
Hay quien ha calculado, en un número de entre doscientos y trescientos, la cantidad de lectores de poesía : un número que parece razonable, aunque de ellos habría que descontar a aquellos lectores forzados que, en los distintos niveles de estudios, son obligados a leer por exigencias del programa; o habría que descartar igualmente a los vecinos, amigos y parientes próximos del autor, que leen (o dicen leer) por cortesía o compromiso. Pero de ese reducido número habría que descontar asimismo a los propios poetas que parecen ser, en el fondo, el único destinatario real de este quimérico mercado. Y no obstante, si tenemos en cuenta que entre ellos hay algunos poetas que un día decidieron leerse sólo a sí mismos, la cantidad de lectores se reduciría considerablemente.
Aunque resulte sorprendente o paradójico, los poetas no son buenos lectores de poesía, es decir, no son buenos lectores de la poesía de los demás , y menos aún a medida que el poeta va refugiándose en la burbuja aislante de su propia hornacina. Los poetas, como todos los escritores, quizá por vanidad o por saturación o por cansancio, son lectores viciados y, antes que leer a otros, prefieren ser leídos por los otros . No obstante, en un supremo esfuerzo de generosidad, están dispuestos, quid pro quo, a leer por la ley de la reciprocidad o del intercambio. Pero en la baraja de prioridades de cualquier autor, no está tanto la de leer como la de ser leído.
Las editoriales, sin embargo, no dejan de editar, aunque algunas veces acaban agarrándose a la ubre de los premios para salvar sus arqueos anuales, manteniendo así una ficción que se alimenta con su propia quimera. Una ficción que sólo viene a demostrar, finalmente, que existen los premios, que existen los libros, y que en consecuencia existen los poetas y los editores, pero no necesariamente que exista el lector.
La labor de los clubs de lectura de algunas bibliotecas, la de algunos talleres de escritura o de algunos colegios y ciertas universidades, pretende difundir la poesía entre los esquivos lectores, bajándola desde sus torres marfileñas al aire de la calle , sacándola de sus estancias palaciegas para acercarla a las plazas, donde al fin y al cabo nació antaño con timbres de música juglaresca. Pero ese lector tal vez tiene la impresión de que la poesía, en la actualidad, no le habla de su mundo y de sus cosas, y tampoco en su lenguaje, por lo cual suele mirar para otro lado...
Y sin embargo, sólo la existencia de ese improbable lector le da sentido a la escritura . Imaginar una literatura sin lectores es, ni más ni menos, como imaginar un edificio sin cimientos o sostenido sobre columnas de vidrio, es decir, una fantasmagoría o una construcción en vías de derrumbe. Tal vez, como concluía Larra en su artículo, puede que, al igual que el público, el lector sólo sea un mero «pretexto» para escribir , lo cual no presupone que dicho receptor haya de existir realmente: «El sastre, el librero, el impresor, cortan, imprimen y roban por el mismo motivo (...) Yo mismo habré de confesar que escribo para el público, so pena de tener que confesar que escribo para mí».