José Rosell Villasevil - SENCILLAMENTE CERVANTES (XXVI)
En el hospital de Mesina
Miguel, el soldado bisoño que había entrado en batalla enfermo de tercianas, se hallaría ahora muy débil con la siniestra mano destrozada, así como con el tórax, también sangrante, gravemente herido por impacto de arcabuz
Marchó Febo al descanso indiferente, no sin haber extendido el manto de la oscura noche sobre el Golfo, como si quisiera ocultar el dantesco espectáculo del fuego devorando furioso los restos de más de cien embarcaciones, la mayoría turquesas. Y entre músicas y cánticos de victoria, mezclados con lamentos de los heridos, el personal sanitario de a bordo, como Dios les daba a entender, practicaba las curas de urgencia rutinarias, torpes, dando prioridad a los que, según su estimación, se encuentran más graves; sin percatarse de que, afectados por un leve rasguño de flecha, van cayendo muertos infinidad de valientes hasta hace un momento alegres moretones.
Miguel , el soldado bisoño que había entrado en batalla enfermo de tercianas, se hallaría ahora muy débil con la siniestra mano destrozada, así como con el tórax, también sangrante, gravemente herido por impacto de arcabuz.
Entraba, pues, la vencedora flota en el cercano puerto de Petela, rallando la media noche del interminable día 7, bajo el fragor de una fuerte tormenta otoñal.
Para alcanzar el puerto de Mesina, donde los heridos van a ser hospitalizados, aún les falta tiempo, pues no llegaron hasta el 31.
Cervantes narrará, unos años más adelante, esta vez en verso, su estado físico al cese la contienda, que utilizará siempre como la mejor hoja de servicios, un tanto «sublimada», en defensa de su fe y de su patria, en este momento inmerso en la «Epístola a Mateo Vázquez», su amigo de la infancia y Secretario a la sazón del Rey, Don Felipe II. Seguro que, ni el reptilio Secretario, y menos el hierático Monarca, se dignan detener su atención un instante en tal escrito: había cosas infinitamente más importantes que entretenerse en la lectura del panegírico de un poeta, supuestamente héroe de Lepanto. ¡Pues no había mutilados de guerra, verdaderos y falsos, abandonados a su su desventura!
Pero Miguel se explaya en el curioso lírico currículo: «Helóseles la sangre que tenían,/cuando, en el son de la trompeta nuestra/su daño y nuestra gloria conocían (…)/A esta dulce razón yo, triste estaba,/con la mano de la espada asida/y sangre de la otra derramaba./El pecho mío de profunda herida/sentía llagado, y la siniestra mano/estaba por mil partes ya rompida...»
Qué curas tan horrorosas sufriría Miguel en sus rotas carnes, laceradas, en aquel antro llamado hospital, sin que tenga que ver absolutamente nada con lo que hoy entendemos por residencia hospitalaria.
Sin limpieza, sin sin anestésicos ni antidolorosos, con los métodos más rudimentarios de asepsia, por ejemplo lavando las heridas con agua de cebada y miel, cauterizando las heridas con aceites hirviendo o hierros candentes, y sin alimentos adecuados ni por adecuar, sin medicinas y siempre bajo mínimos de personal medianamente preparado.
Aunque Miguel quedara con el apelativo de «manco de Lepanto», ningún cronista de su época hace mención alguna, y los «comunicados» son elaborados por él mismo, así como aportando las pruebas que solicita a distintos testigos y amigos.
Solo un poeta canta el sacrificio humano de Cervantes, aunque parezca extraño, Lope de Vega en «El Laurel de Apolo», cuando aún eran amigos; lo que se vendría a estropear en 1605, con el ataque de odio y venganza al ver en la calle la Primera edición de «El Quijote», estrella con brillo tal, que dejaba en la sombra el inmenso valor de su obra ingente.
En el primero de los casos, sensatamente escribe el «Fénix» : «...hirió la mano de Miguel Cervantes,/por que se diga que una mano herida/pudo dar a su dueño eterna vida».
En el segundo, cruel y grosero, denigrante, le envía un Soneto a Valladolid, donde a la sazón reside, donde, entre otras ruines cosas más, dice: «Para que no escribieses orden fue/del Cielo, que mancases en Corfu...»
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