Elvira Daudet, o la enfermedad de la ternura
POR PEDRO ANTONIO GONZÁLEZ MORENO
Conocí tardíamente a Elvira Daudet y también entré tarde en su obra. Las antologías oficiales la habían excluido de sus nóminas cerradas y ella, entregada a la actividad periodística, había permanecido un tanto alejada de los cenáculos literarios. Fue en alguno de ellos, no hace muchos años, cuando la conocí personalmente y enseguida me conquistaron su cordialidad, su ternura, sus amables maneras como recién extraídas de algún desván de afectos, y sobre todo me atrajo esa vitalidad y fortaleza de ánimo que parecían impropias de un cuerpo tan frágil, tan aparentemente desvalido.
Pero mi trato con ella se volvió inevitablemente familiar cuando, recién aparecida la antología Palabra compartida de Eladio Cabañero, me habló de su paso por las tertulias del Café Gijón, donde alternó con el propio Cabañero y con otros poetas de entonces. Por ella supe también que allá por el año 1972 había publicado el reportaje «Seis paletos de Tomelloso», sobre seis figuras de ilustres tomelloseros (a quienes definía como «seis cazurrerías distintas, seis paletos geniales») que hoy ya son indiscutibles en los ámbitos de la literatura o del arte: los pintores Francisco Carretero, Antonio López Torres y Antonio López García; el novelista Francisco García Pavón y los poetas Eladio Cabañero y Félix Grande.
Fue a partir de entonces cuando la figura de Elvira Daudet comenzó a agrandarse para mí no sólo como periodista sino también como poeta. Una obra, la suya, contenida en solo seis libros que vienen a evidenciar el injusto olvido oficial al que ha sido relegada durante décadas. Su obra es una sucesión de largos silencios, pues fueron necesarios 35 años para que apareciesen sus tres primeros libros: El primer mensaje (1959), Crónicas de una tristeza (1971) y El don desapacible (1994). A partir de 1999 sus citas editoriales se volvieron más frecuentes, y publicó sus tres siguientes poemarios en poco más de una década.
Hecha de largos silencios e incomprensibles olvidos, su poesía está escrita con un lenguaje directo y natural, sin maquillajes retóricos, reducida a pura desnudez expresiva, como quien sabe que lo suyo no consiste en hacer literatura, sino en hacer una crónica del alma. De ahí su indiscutible autenticidad. Según escribió Stella Petrone en el prólogo de su Poesía completa (2017), su obra es una «crónica del desamor y de la herida; crónica en el más periodístico de lo sentidos».
Una poesía que no busca los brillos del lenguaje sino los impactos de la cruda emoción: esos impactos afectivos que emanan del corazón abierto, y que la llevan, por ejemplo, a enfrentarse a sí mima ante un espejo y a definirse de este modo en un estremecedor autorretrato:
Tengo veintiséis años
y a veces enfermo de ternura (…)
Estoy tan sola
que alguna vez me paro ante el espejo
y me sonrío…
Hecha de lentas soledades y de amargas derrotas, tejida de desamor y desencantos vitales, su poesía es a veces abiertamente confesional e intimista, y otras veces adquiere tintes de denuncia social, muy acordes con una actitud rebelde, reivindicativa y solidaria que asumió como propias las injusticias del mundo. Elvira Daudet concibió el suyo como un «oficio de cenizas», un oficio que, sin embargo, convirtió en una tarea iluminadora gracias al fuego que supo alimentar en sus palabras. Un fuego que la quemaba por dentro pero a la vez la redimía, y a cuyas llamas muy pocos se atrevían a asomarse: por eso escribió: «les da miedo mirarme como soy, abortada / ternura, rosa seca y amarga».
La extrema fragilidad de su cuerpo ocultaba una resistencia diamantina, la de un alma forjada en muchas derrotas y muchos desengaños. Y esa fuerza interior tal vez no sólo le venía de la vida, sino también de la literatura. A ella se aferraba desesperadamente, en ella encontró aliento y esperanza. Por eso buscó en la poesía su asidero vital. Y por eso, en un verso terrible que no solo hablaba de sí misma sino de casi todos nosotros, se atrevió a confesar:
Ya solo escribo para seguir viviendo.
Elvira, Elvira, Elvira
POR RAFAEL SOLER
S i me vais a juzgar, tened en cuenta / que mi vida nunca fue cosa mía
nos dejó escrito Elvira Daudet, con esa inconfundible voz de nieve y fuego que ponía ecos al silencio. Sabia a la hora de escuchar, leal con los suyos más allá del penúltimo gin-tonic, Dama irrepetible de nuestra poesía, Elvira se adornó siempre con una ironía tierna y el firme decir de los humildes que, cuando piden sitio, pasan.
Poeta de un pieza, vivió en su afán: mirar para contarlo, hacer de la vida testimonio, compartir sin tasa verso, mesa y amistad. Trasnochadora, de genio vivo cuando pintaban bastos, la mirada de Elvira era un estilete azul inquisidor y tierno, la manera de ofrecer compañía a sus afines, una tropa de poetas en sazón, lectores impacientes y compañeros de tertulia, el tabaco cerca y más cerca los abrazos.
Si me vais a juzgar por las palabras /…/ llamad en mi defensa a los malditos
decía a quien quisiera escucharla. Porque Elvira siempre estuvo cerca del perdedor vocacional y las causas que se ganan en forzoso tumulto solitario. Supo callar para decir lo justo y, concienzuda, talló cada poema dando su verdad, nacida en el clamor de los ausentes y cuanto guarda el tiempo bajo llave.
Con su decir inquieto y su deambular en apariencia frágil, Elvira era de todos, y todos disfrutamos de su ancho talante, de su ira ante la injusticia y los atropellos de los poderosos. Y por todos hablo, disculpad el exceso, cuando digo que con nosotros sigue, risueña y jovial, ahora más que nunca.
Contigo en libertad
POR FRANCISCO CARO
Sucedió alrededor de la libertad de una mesa. Nos reconocimos aunque no nos conocíamos. Fuimos pronto diana y flecha, Elvira. Tú venías de un oficio lejano, yo llegaba. Alguien leía poesía, alguien te dijo, el próximo mes lees tú. Venías de un silencio prolongado que tornarías detonación. Nunca una lectura provocó tal estruendo, tal número de heridos. ¿De dónde aquella Rosario dinamitera capaz de dejar en evidencia tanta mediocridad? Tu voz sería llama y carne a un tiempo. Verdad y sabiduría, justicia en búsqueda. Me llamo Soledad -leerías- y estoy soltera, quiero decir que voy sola al abogado, al médico, y consumo mi vida….
Porque escribías desde el cuajo del dolor y la semilla, desde el placer nevado de París hasta el cruel arañazo del desamor, te guardarían las mujeres. Lo dirás en Cuaderno del delirio. Yo miraba entonces tus ojos azules y tus manos azules. Aprendí tu recorrido, viajera de rebeldes mercancías, de mundos henchidos de amargor y coraje, donde empapabas versos. Eso supe mirándote. Como sabría luego, leyéndote, que la vida es una víbora que sólo el mar puede vencer. Y eras una mujer hablando al mar de los veranos, ofreciéndole ánforas de hospitales y lucha. Y eras poeta en ti, sorprendida de ti, Y eras tú frente a un agua de auxilios.
Dijiste:
Yo era de tierra firme
hasta que vi la mar.
Su alegría de luz, por mis grises inviernos
su grandeza de Dios
por mis andrajos.
Yo era de un dios oscuro
hasta que vi la mar.
Y es que hallaste mañana en sus espumas, en su rugir de amante fiel, en su aleluya. Y todo lo aprendía yo de tu boca azul, de olas, Elvira, aquel 8 de enero, 2010, y en Libertad 8 que estábamos.