ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA
Diario de Santo Tomé (2): La romería del Valle y el pañuelo de la libertad
«Con Franco aún no habían empezado las huelgas, y el día terminaba, falsamente en paz, con las manifestaciones artísticas de los trabajadores»
Cada primero de mayo se celebra en las afueras de Toledo la romería de la Virgen del Valle , una fiesta popular y multitudinaria. Nosotros jamás íbamos ya que a mi padre no le gustaban ese tipo de festivales. Mi padre era un hombre muy serio al que casi nunca le vi cantar o sonreír o ir a un bar a tomar una copa. Todos los que le conocían le respetaban y le ponían como modelo de mesura, equilibrio y seriedad. La ermita de la Virgen del Valle, construida en 1626, está situada en una colina-precipicio desde donde se divisa una espléndida vista de Toledo que ya El Greco admiró y pintó. Tanto la imagen, que cuenta con el fervor de muchos toledanos, como la ermita son muy pequeñas. La primera vez que me llevaron a ver a la Virgen era un niño y recuerdo que lo que más me gustó, aparte de tocar la campana que me levantó en el aire y que nosotros oíamos a veces desde casa, fue un poemita que estaba colocado a la puerta del templo en un azulejo de cerámica y que me aprendí de memoria: 'Aunque pequeña me ves/ soy muy grande como (h)ermita / pues la reina que me habita / tiene Toledo a sus pies. / Y otorga al que solicita, / si pide con interés, / aquello que necesita, / (si no la olvida después)'.
En una ocasión mi padre decidió llevarnos a la romería . Hay o había una foto, en blanco y negro, en el bolso de la risa (que es como en mi casa llamábamos al bolso donde se guardaban las fotos antiguas) de todos nosotros sentados en el campo . Se ven otros grupos de romeros a nuestro alrededor y el único que no está mirando a la cámara soy yo. Al bajar a la ermita a besar a la Virgen, después de haber merendado en los cerros, recuerdo los puestos de tostones, caramelos, pipas , frutos secos, cerámicas, el olor a churros, el ruido temeroso de los cohetes y su curva de luz ya en el atardecer, la banda de música tocando marchas militares y pasodobles y sobre todo, la vista de la ciudad entre rojos y azules y la noche asomándose por detrás de la torre de la Catedral . El gentío comenzaba a abandonar el lugar y caminaba por la carretera estrecha y angosta por la que apenas si pasaban vehículos. La mayoría llevaba tomillo, romero, campanas de barro, cantaban y olían a primavera.
Franco y su policía todavía estaban en el control y no habían empezado las huelgas y el día terminaba, falsamente en paz, con las manifestaciones artísticas de los trabajadores «a lo ancho y largo de España» en el Bernabéu. Otros años nos acercábamos al Paseo de San Cristóbal, cerca de casa, donde desde un mirador se veían el Valle y la Virgen diminuta saliendo en procesión , subiendo y bajando cerros, rodeada de puntos de color que se movían. Se oían los cohetes y la música y el ruido del Tajo que nos separaba. Las monjitas de San Pablo y las Benedictinas encerradas en su clausura se asomaban a las ventanas con celosías y cantaban a la Virgen.
Al cantar, el gentío guardaba silencio y se podían escuchar las vocecitas lejanas de las monjas y el ladrido de algún perro. Al acabar, la madre superiora agitaba un pañuelo blanco para indicar que ya habían terminado. A mí esto era lo que más me gustaba. Yo pensaba que el pañuelo era una gaviota que se escapaba del jardín de la clausura , un suspiro de libertad. Posiblemente ya no quede ninguna monja, ningún suspiro y ninguna gaviota que nunca hubo.
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