Ricardo Sánchez Candelas

Toledo amable

Sin las carcamusas de Ludeña ni los churros de Catalino, la vida en Toledo sería muy

dura. Sin los pinchos de tortilla de Yoguis ni los desayunos de Iván en Reconquista 14, sería

sencillamente insoportable. Al menos éstas y alguna otra cosa nos deberían ser respetadas. A la

gente de mi generación nos han quitado demasiados emblemas

POR Ricardo Sánchez Candelas

Sin las carcamusas de Ludeña ni los churros de Catalino, la vida en Toledo sería muy dura. Sin los pinchos de tortilla de Yoguis ni los desayunos de Iván en Reconquista 14, sería sencillamente insoportable. Al menos éstas y alguna otra cosa nos deberían ser respetadas. A la gente de mi generación nos han quitado demasiados emblemas. Nos han robado demasiados sentimientos. Han convertido nuestra vida en un erial esquilmado en el que apenas reverdecen muy de tarde en tarde la soledad y la melancolía.

Aparte los urinarios de Zocodover –¡quién los recuerda ya!– que, además de su utilidad pública para la función mingitoria, eran el epicentro de «sacar agua», vuelta va vuelta viene, nos han desfigurado demasiados paisajes. Interiores y exteriores. Rurales y urbanos. Nos han obligado a que nuestra nostalgia cabalgue entre el «Toledo Olvidado» y el Toledo destruido, entre la fotografía antigua y la arqueología moderna. Por suerte nos quedan ciudadanos ejemplares como Javier Felage que en el Bar Skala de la Cuesta de la Sal, aparte algunas delicias gastronómicas, desbordado de entusiasmo toledanista, ha convertido sus paredes en un auténtico museo popular de fotografía histórica de Toledo.

Pero la desaparición de nuestros queridos iconos ya tiene mal remedio. Para ir a El Español tenemos que abrir una cuenta corriente. Para ir al Bar Toledo tenemos que tragarnos una hamburguesa. Para ir a la Cafetería La Suiza tenemos que comprar doscientos gramos de mortadela. Y para entrar a comprar el último libro de la Colección Austral en la librería Gómez Menor tenemos que salir con una carcasa para nuestro móvil. Sólo nos van quedando algunos pequeños desahogos: los ventanales sobre los soportales del Burger King, las amplias cristaleras de El Foro en memoria de las tardes de invierno en El Suizo y los Ecos de Sociedad de las esquelas mortuorias a la entrada de Barrio Rey.

A pesar de la invasión turismo-adicta de los chinos y demás peña oriental, que al desembocar en masa desde Hombre de Palo en la Calle Ancha la convierten en verdaderamente ancha, hay, sin embargo, un Toledo todavía reconocible, casi amable. Le encontramos en las vitrinas, enrejadas, polvorientas, ya casi siempre cerradas, de La Favorita. Le reconocemos en las miniaturas de las Vespas que conviven con estilográficas tipo Parker y con trebejos de acuarelismo en la Papelería Ortega. Enferma de intemporalidad, la vieja ciudad mide aún el paso de sus horas y de sus días en la Relojería Bienve, esquina Plaza del Solarejo. Si alguien lo pide o lo necesita, los doloridos pies de subir y bajar cuestas y pisar adoquines y empedrados, encuentran todavía alivio en Calzados Agudo. Si en los tórridos días agosteños cualquier desprevenido se abrasa sin remedio, junto a tirantes patrióticos de la bicolor rojigualda encontrará manual aire acondicionado en los abanicos de Casa Montes. Y hasta si se le calienta la sesera, hallará profusa variedad de gorras y sombreros en Casa Marciano.

Forman todos ellos ese diminuto y cívico ejército de intrépidos resistentes al paso del tiempo, sin estrellas ni galones, atrincherados entre franquicias y modernidades, meritoria versión calleanchista de los últimos de Filipinas a los que, a falta de reconocimiento oficial, yo creo que habría que rendir un homenaje popular. Son esa deliciosa tribu heroica de viejos emblemas comerciales que dieron nombre a la calle para que no resultara esperpéntico llamarla «ancha». Su presencia residual nos permite reconocer todavía un Toledo amable, en el que aún no sientes la necesidad de añadirte como uno más para no desentonar a cualquiera de los grupos que desde Zocodover, dirigidos por un enarbolado paraguas de colorines, desde el que se imparte historia de la ciudad en píldoras, se desparraman por sus diferentes reclamos turísticos desde buena hora de la mañana.

Hace unos días Mario Paoletti nos decía que de Toledo le gusta incluso lo que no l egusta. A eso se le llama amor. A mí, sin embargo, ya menos enamoradizo, lo que no me gusta de Toledo, sencillamente no me gusta. Y punto. Para desgracia mía he traspasado ya esa edad en la que lo idealizaba casi todo, incluso las ideologías, que ya es pasarse varios pueblos y como echar nata a la leche. ¡La leche! El “casi”, como un último reducto inaccesible, le dejo reservado para los afectos más íntimos, para algunas personas, para muy pocas cosas.

Pero a pesar de todo, con Toledo todavía tan en el alma no quiero enumerar el catálogo de mis desafectos. Sólo anoto algunos. No me gusta, por ejemplo, el mamotreto de hormigón asalmonado en que se nos convirtió la superficie del Paseo del Miradero. El adorable «Mira» de nuestra infancia y juventud nos le machacaron. Para mayor desgracia perpetraron el «miracidio» con unas cutres barandillas que al bueno de don Julio Pascual, de resucitar por un momento, le harían desear horrorizado el regreso al mundo de su Toledo soñado.

No me gusta en absoluto el invento volatinero de la tirolina del Puente de San Martín, aunque todo sea dicho, merece nuestro perdón por la ingeniosidad financiera de sus promotores: montar ese sustancioso negocio con la elemental inversión de un cacho de alambre y dos palos, no deja de ser una admirable genialidad, de la que, en puro espíritu de toledanismo histórico –que también tiene su vertiente mercantil– no deberíamos abdicar, por mucho que el vuelo transcurra sobre una inmunda cloaca, que ya hace falta tener ganas de querer volar. Y es que, aunque con mucho menor éxito económico, ¿no anduvo enredando con sus malogrados inventos –«El Ingenio» se le llamaba a su Artificio– en el entorno del Tajo el olvidado y arruinado Juanelo Turriano? Vaya usted a saber si este embeleco de funambulismo aéreo no será un modesto precedente de algún futuro emprendedor –o emprendedora– a quien la autoridad municipal competente en su momento le otorgue permiso para el valeroso vuelo no inalámbrico entre el Cerro del Bú y la Plaza de Padilla.

Subsiste, por tanto, más allá de cualquier derrotismo pesimista un Toledo amable, formado por lo que nos gusta y por lo que no nos gusta, por lo antiguo y por lo moderno, por lo viejo y por lo nuevo, accesible incluso a quienes enturbian su visión de la ciudad con el microscopio interesado del análisis político. En cierto modo, se trata también de descubrir en lo más positivo de nuestro interior todo lo que echaríamos de menos si en esta bendita ciudad en la que nos ha tocado vivir nos faltaran esas pequeñas cosas importantes. Pequeñas cosas de la «peñas-cosa pesadumbre» cervantina. Al fin y al cabo, hermosa contradicción –que no es relativismo ambiguo– que viene a ser la visión que cada persona, que cada sociedad, que en cada tiempo se tiene de las cosas.

Yo ya lo he realizado con relativo éxito. Les cuento: hasta hace poco, adicto como soy al jamón de Jabugo y forofo del chuletón de ternera de Moaña, yo creía que no era demasiado vegetariano. Estaba equivocado. Desde que empecé a valorar mis antiguos descubrimientos –Catalino, Bar Casa Mariano, la horchatería sucesora de la veterana Che–, todos ellos felizmente ubicados en La Vega, tengo que reconocerme como radicalmente vegano.

En aquel Paseo de la Vega –de Merchán, como nombre oficial, sólo se le llamaba en los programas de las ferias de agosto– tuvimos el privilegio de conocer –y hasta en algún momento temer– a uno de los personajes más entrañables de la época. Era el señor Donato, el guarda, siempre perfectamente uniformado, tocado con su sombrero gris de fieltro adornado con vistosa escarapela, que vivía con su familia en La Casita de Corcho, y que con una vara de mimbre en la mano perseguía a la carrera, a varetazo limpio, a cualquiera de los pequeños salvajes, aprendices de vándalos, que osaran maltratar cualquiera de los elementos vegetales del parque. Tal era la severidad de su celo en defender hasta la última flor de la rosaleda o el más escondido ramillete de los lilos que, sin duda alguna, podríamos calificarle como el primer ecologista de Toledo.

Con gentes así en la memoria, con viejas antiguallas que todavía levantan cada mañana sus persianas y con su modesta actividad comercial nos evitan el recochineo de presumir de Calle Ancha, en el recuerdo y en el olvido, de unos personajes a otros, de unos paisajes a otros, de unas generaciones a otras, Toledo nos seguirá siendo siempre inevitablemente amable.

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