«Susan y el diablo»: sin compasión

«Una creación que no deja indiferente. El público del Teatro de Rojas aplaudió con ganas una representación que le hizo salir comentando lo que había sentido»

María José Goyanes, en silla de ruedas ABC

Por ANTONIO ILLÁN ILLÁN

Susan y el diablo , de  Chema Cardeña , es una obra que podemos definir como «una página de sucesos con un final sorprendente». No se la pierdan. En ella se aborda, desde la reflexión, las emociones y el diálogo, la poliédrica visión de la historia de la asesina de Sharon Tate, Susan Atkins.

La trama argumental se desarrolla en una hora de un día de 2008, en la prisión de la Frontera, en Los Ángeles, a la que acude el periodista Paul Walkins ( Manuel Valls ), para entrevistar a Susan Atkins ( María José Goyanes ), condenada a cadena perpetua por el asesinato de siete personas, entre ellas la estrella de cine Sharon Tate. A esta la acompaña una funcionaria de prisiones, Rosemary Felton ( Marisa Lahoz ), deslenguada con el periodista y conmiserada con la reclusa. Atkins, tras efectuar catorce tentativas para conseguir la libertad condicional en los casi cuarenta años entre rejas, trata de lograrla en una última oportunidad con el argumento de que no es «para vivir en libertad, sino para morir libre», pues no tiene esperanza tras haberle sido extirpado un tumor cerebral. La obra en sí es el desarrollo de la entrevista, en la que el periodista indaga en el pasado de Atkins y ambos recuerdan el horror de los crímenes en el contexto en que se produjeron y el ambiente vital de las personas que los cometieron, con abundantes referencias al cerebro de aquella «familia», Charles Manson. En el diálogo final se va a descubrir un secreto, que estará ligado a la vida del periodista para siempre, que no tendrá compasión emocional alguna con la rea entrevistada.

La obra, basada, por tanto, en hechos reales, parte de un acto reprobable y censurado socialmente; el suceso se revisa cuatro décadas después y también se abunda sobre la toma de conciencia de la responsable del delito y de la monstruosidad de la acción. Asimismo, es un espectáculo que plantea si el Estado debe ceder ante asuntos como la compasión o la empatía hacia los condenados o si la redención de un crimen debe considerar las circunstancias y también si la sociedad puede mezclar los sentimientos y las normas.

Las acciones se suceden con el enfrentamiento dialéctico, desde un prisma emocional cambiante, entre la propia presa Susan Atkins, la funcionaria de prisiones y el periodista. Cada uno persigue su objetivo con esta entrevista. La condenada a cadena perpetua quiere edulcorar su imagen de asesina para conseguir que la dejen salir de la cárcel y así morir en libertad, pues es consciente de que su final está cercano. Bien es cierto que no parece rogar conmiseración, ni tampoco alcanza a lograr argumentos para exculparse de lo que hizo como miembro de «La familia» Manson. Se abre la línea, por otra parte, de presentar a Susan no como un monstruo, sino como el producto de una serie de errores de juventud y una idea de la libertad no bien entendida en una sociedad que termina siendo opresiva, vinculada a la dictadura de su loco jefe.

Tras cuarenta años de cárcel el sistema le sigue negando la redención y el derecho a morir en libertad. La funcionaria Felton se mueve entre la rigidez de su puesto y la confraternización con la presa, tras treinta y nueve años de relación y de conversaciones; esta pudiera parecer que es lo contrario al sistema y que encarna la piedad y la humanidad con la reo, aunque siga reprobando el crimen, pero a veces todo parece una impostura. El periodista no pretende ser el reportero que araña el suceso para encontrar morbo y carroña, sino más bien un buscador de causas que vayan al fondo de lo que pasó, a la situación real del asesinato no exento de sadismo. Es evidente que en ese punto choca con los intereses de la entrevistada, lo que ofrece unos cara a cara dramáticos en el más puro sentido teatral de la palabra. Después veremos que también busca respuestas personales, pero ese es un argumento invención del dramaturgo y no un reflejo de la realidad. Sin embargo es esta motivación de ficción la que da sentido total a la obra. Ahí estará la sorpresa y ahí se sustenta la piedra angular que sostiene la arquitectura teatral de la pieza de Cardeña, que ha sabido mantener la atención y la tensión hasta el punto culminante. Las piezas del puzle casan cuando esa última sale a relucir y todos son conscientes, personajes y espectadores, de una realidad insospechada.

Chema Cardeña, inteligente dramaturgo, conocedor de la historia y sabedor de cómo contarla, experto indagador del alma humana, lleva al público por senderos inexplorados y oscuros y le obliga a recorrer un camino, mientras «vive» la obra que se interpreta. En Susan y el diablo, el autor obliga al espectador a la reflexión, a que se haga preguntas clave, a ir cambiando de opinión sobre lo que se siente en el escenario. Temas como la culpa, la redención, la justicia, la venganza, el afecto, la maternidad, el amor filial, la consideración, el respeto, la libertad, la conmiseración, el arrepentimiento, la excusa o los errores de juventud que marcan una vida, son significativos en la obra. Y todo ello sin excesos y sin que el equilibrio dramático decaiga. El dinamismo creciente hace que el espectador esté ansioso esperando la respuesta, que terminará encontrando con dos cañonazos teatrales sorprendentes: la revelación del periodista y la actitud final del mismo.

Teatro de la palabra, de las emociones, de los contrastes, que necesita actores que hablen bien y cambien de registro en la medida que van cambiando de plano. Y eso es lo que logran con una interpretación eficaz los tres componentes del elenco.

La veterana  María José Goyanes  está espléndida en toda la obra, debiendo resaltar su dicción exquisita de siempre, cuya interpretación alcanza momentos sublimes, especialmente en uno de los clímax, cuando describe en un monólogo descarnado y naturalista cómo ella, Susan, asesina con dieciséis puñaladas a Sharon Tate, que le suplicaba piedad. En ese monólogo denso, gore, tarantinesco, la actriz debe realizar un verdadero proceso de introspección para poder desarrollar una escena que llevaría a vomitar a cualquier humano que la contara con ese nivel de autenticidad. Ese es un momento culminante, pero no superior a su presencia en toda la obra, incluido el final sorprendente, en el que vuelve a elevar al límite su profesionalidad y su experiencia.

Marisa Lahoz  realiza un excelente ejercicio interpretativo como la carcelera Felton, cambiando de tono, de actitud y de registro sin solución de continuidad tanto cuando es la rígida funcionaria «machirula», la carcelera humanizada y amigable con la presa o la enfrentada al periodista quisquilloso. Trabajo complejo el de la actriz resuelto con soltura y desparpajo, sin afectación y con naturalidad.

Manuel Valls  hace un periodista difícil, pues sus actitudes ante los hechos, ante las personas a las que se enfrenta en escena y ante la vida misma las debe mantener en un tono que no aventure en el espectador el descubrimiento que se realiza al final de la obra. Desde ese punto de vista de la intencionalidad aparente y la escondida, me parece una actuación sobresaliente la de Valls. Durante la mayor parte de la obra es lo que parece. Al final es lo que es. Cardeña, tanto en el texto como en la dirección, ha llevado a cabo un buen trabajo para que ese actor haya cabalgado sin desbocar al caballo interpretativo.

La sobria y adecuada escenografía de una reja, más el efectismo de la fotografía, la proyección, la música y la adecuada iluminación son elementos que ayudan a la contextualización.

Susan y el diablo  es, en fin, una creación que no deja indiferente. El público del Teatro de Rojas aplaudió con ganas una representación que le hizo salir comentando lo que había sentido. Unos hablaban del crimen otros de lo bien que había estado la Goyanes, algunos citaban las demasiadas palabrotas, otros comentaban el final, y uno muy detallista me contó que no le había gustado la petaca con la lucecita roja y los micrófonos que utilizaban los actores para amplificar la voz. Pero todos contentos. Vaya también el aplauso para el productor Salvador Collado por apostar por el buen teatro.

Antonio Illán, escritor
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