Ricardo Sánchez Candelas
Solidaridad y predicar con el ejemplo
A estas alturas es inútil que nos esforcemos en añadir un calificativo más a los muchos que ya se han empleado para definir la gravedad de la crisis que estamos viviendo con motivo de la pandemia del coronavirus
A estas alturas es inútil que nos esforcemos en añadir un calificativo más a los muchos que ya se han empleado para definir la gravedad de la crisis que estamos viviendo con motivo de la pandemia del coronavirus. Con mayor o menor énfasis en determinar su dramatismo, ya se han agotado casi todos: tragedia apocalíptica, tercera guerra mundial, final de un ciclo de la historia de la humanidad, principio del fin del mundo…Al fin y al cabo, como en otras ocasiones, –aunque quizá en ésta de manera muy excepcional, es la lucha entre el lenguaje y su utilidad para expresar la realidad.
No va por ese camino mi propósito en este artículo. Tampoco por analizar el ingente y admirable esfuerzo realizado por el conjunto de las administraciones públicas españolas de cualquier nivel, y en concreto del sistema sanitario en su conjunto, para enfrentarse con eficacia a esta terrible realidad sin precedentes.
Mucho menos aún, dedicar ni una sola palabra del mismo a objeción o crítica alguna al Gobierno de la Nación por acción, omisión, negligencia, conveniencia o idoneidad de las decisiones y medidas de orden político que, adoptadas o dejadas de adoptar, hayan podido influir de alguna manera en el origen y desarrollo de la pandemia. Aunque fueran procedentes, no es momento de ello.
Mi reflexión se centra más en las devastadoras consecuencias económicas de la crisis. Tan numerosos y dramáticos como han sido los calificativos para definirla en sus aspectos de salud pública y conmoción social lo han sido los aplicados a su demoledora repercusión en las economías de los países afectados y aun en el conjunto de la economía mundial. Por desgracia, según los últimos datos, España se encuentra muy a la cabeza del grupo de países más perjudicados en ambos aspectos. La expresión «economía de guerra», con toda su crudeza, ya se ha incorporadoa la conversación cotidiana con lamentable normalidad
Vamos conociendo, según avanza la gravedad del proceso, las decisiones de orden económico que se vienen adoptando en los diversos países afectados. Vamos conociendo también la opinión, previsión de futuro inmediato y medidas propuestas por muy cualificados economistas, en orden a minimizar el impresionante impacto con que la crisis incide, en términos de PIB, en la renta y riqueza de las economías nacionales.
Pero sobre todo vamos viendo, con preocupación de imposible ocultación, el sombrío panorama que ofrece, como realidad ya tangible e inmediata –porque es directamente lesiva para individuos y familias– el brutal contingente de personas que formarán el triste ejército de desempleados, como consecuencia de la parálisis total de todos los sectores del sistema productivo.
Y ello, tanto más aterrador cuanto se alimenta de la razonable duda de no poder ser asistidos de manera suficiente en su lamentable situación por un Estado imprevisor que, en irresponsables alardes de épocas de “vacas gordas”, de frívola visión cortoplacista, ejerció durante demasiado tiempo y mediante diversos gobiernos, políticas derrochadoras de gasto incontrolado, ante el temor, sobre todo de castigo electoral, de que su prudencia de buena administración de los fondos públicos, fuese tachada de «austericidios» y «criminales recortes».
Tal vez es que, debidamente anestesiada con fuertes sobredosis de materialismo y hedonismo, esa sociedad no habría tolerado otra cosa. Se cosechaba lo que se había sembrado, y se volvía a sembrar lo que se quería volver a cosechar. Ahora, con tanto tiempo disponible en nuestros aburridos días de cuarentena, quizá no estaría mal que contáramos a nuestros pequeños hijos o nietos esa fábula tan conservadora de «La cigarra y la hormiga».
Sin que, por supuesto, otras políticas distintas nos hubieran podido evitar la terrible contingencia de esta calamidad del coronavirus en el ámbito de la salud pública y de tragedia humana para los afectados, ¡qué distintas podrían ser ahora las cosas con una economía pública fuerte, capaz de responder, al menos en parte, a una situación tan patética como la que ahora afrontamos!
No lo hicimos. Pero ya no vale lamentarse. Sólo aprender. Lo primero que nos tocará aprender es que detrás de las grandes alegrías pueden estar agazapadas las grandes penas, y que de la vida sin valorar la ventaja de los beneficios se puede pasar a la de sufrir la desventaja de los sacrificios.
De hecho, en materia de soluciones a la grave crisis del empleo que inevitablemente nos golpeará, ya circula por las redes una propuesta, calificada de «solidaridad patriótica», debidamente razonada y cuantificada en cifras de macroeconomía, y que propondría una renuncia durante un mes al sueldo correspondiente por parte de todos los perceptores de rentas del trabajo. Sólo si reparamos en conciencia en los supremos valores de la doble denominación de la propuesta – «solidaridad», «patriotismo»– la podremos aceptar sin que nos cause sorpresa o desconcierto. Y ello sin menoscabo del resto de medidas a adoptar como necesarias en otros ámbitos de la «economía de guerra».
En realidad ya hay países que han empezado a actuar en ese mismo sentido. Así, por ejemplo, en Dinamarca se ha alcanzado un acuerdo entre Gobierno, sindicatos y patronal mediante el que se procede a un importante porcentaje de renuncia en el sueldo de los trabajadores sujetos a cuarentena y a una reducción significativa del período de vacaciones.
Pero, ¿no es eso –esfuerzo, solidaridad y sacrificio– lo que nos está exigiendo el propio Presidente del Gobierno en cada una de sus extensas comparecencias televisivas?
Y llego así a hacer explícito el propósito de este artículo. Fuera o no viable y aplicada la propuesta de «solidaridad patriótica» mencionada, o cualquier otra que apuntara en esa misma dirección de renuncia y sacrificio individual – de hecho, todos los sacrificios individuales ya nos están siendo exigidos– debería ser inmediatamente puesta en práctica otra que aplicase ese mismo principio, de valor estrictamente moral, a los más altos niveles de los sueldos públicos.
Es la siguiente: la extrema gravedad de la situación que atravesamos, esas mismas exigencias de responsabilidad y sacrificio que nos están siendo requeridas, deberían ser suficientes como para exigir la supresión durante tres meses de sueldos públicos de todas la Instituciones, Organismos y Poderes del Estado.
Sin propósito de ser exhaustivo y para ese período de tres meses – los previsibles de la crisis según las estimaciones más optimistas– enumero los más significativos:
-Casa Real. Altos cargos de la Jefatura, Secretaría General y Cuarto Militar.
-Poder Legislativo: Diputados y Senadores de las Cortes Generales. Altos cargos de la Administración Parlamentaria, (Letrados, Secretarios, etc.). (Observación: en la situación actual, de práctica parálisis parlamentaria, el hecho de que Diputados y Senadores sigan cobrando sussueldos, supone una verdadera inmoralidad)
-Poder Ejecutivo: Presidente del Gobierno, Vicepresidentes, Ministros, Secretarios de Estado, Subsecretarios, Directores Generales, Jefes de Gabinete, Asesores. (Observación: cabe comentar que el número actual de miembros del Gobierno, 23, uno de los más numerosos de la democracia, con todo lo que ello comporta de estructuras ministeriales añadidas, supone en las condiciones actuales un auténtico escándalo)
-Altos Cargos de la Administración Civil del Estado, (Abogados del Estado, Registradores de la Propiedad, Notarios, etc.). Directivos de Organismos Autónomos del Estado y Empresas Públicas, (TVE, Paradores Nacionales, Correos y Telégrafos, etc,)
-Ex- cargos públicos remunerados a título más o menos vitalicio en función del cargo que ocuparon en cualquier estructura de la Administración o Poderes del Estado.
-Poder Judicial: Presidente, Presidentes de Sala y Magistrados del Tribunal Supremo, de la Audiencia Nacional, de los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas y de las Audiencias Provinciales. Magistrados del Tribunal Constitucional. Altos Cargos del Ministerio Fiscal.
-El Defensor del Pueblo y Altos Cargos de su Oficina.
-Presidente de El Tribunal de Cuentas, Presidentes de Sección, Consejeros y Secretario.
-Parlamentarios de Comunidades Autónomas. Jefes de Gabinete. Asesores. Funcionarios de alto nivel o cargos de libre designación.
-Gobiernos autonómicos: Presidentes, Consejeros, Viceconsejeros, Secretarios Generales, Directores Generales, Jefes de Gabinete, Asesores.
-Presidentes, Altos Cargos y Jefes remunerados de cualquier organismo autonómico, (Consejos Consultivos, Síndicos de Cuentas, etc.)
-Alcaldes, Concejales liberados, Presidentes de Diputación, Diputados Provinciales, cargos directivos remunerados de designación política en todas la administraciones locales y provinciales
-Instituciones Universitarias de cualquier ámbito: Rectores, Vicerrectores, Catedráticos, Jefes de Departamento, etc.
-Supresión inmediata durante ese período, (o parte proporcional si la asignación es anual), de cualquier ayuda o subvención con fondos públicos a toda clase de entidades y organismos que no tengan como finalidad única y exclusiva la atención sanitaria: partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales, ONGs, asociaciones varias, etc.
He mencionado el carácter no exhaustivo de la anterior lista, pero muy a propósito la he elaborado lo bastaste extensa como para que se comprenda el muy amplio espectro de las Instituciones y Poderes públicos a cuyos máximos dirigentes abarcaría la responsabilidad de dar ejemplo de verdadero civismo.
Su urgente y sin demora puesta en práctica sería la generosa respuesta a este compromiso de auténtica solidaridad cívica ante la extraordinaria gravedad sin precedentes de la situación que estamos viviendo, y que tantas veces nos viene siendo demandada por el propio Presidente del Gobierno en cada una de sus intervenciones. Por lo demás, es muy probable que ninguno de los concernidos por la medida fuese a pasar hambre o a verse sumido en una súbita indigencia.
Pero a la vez sería la incontestable fuerza ética necesaria para que la exigencia de cualquier sacrificio individual o colectivo no pareciera a nadie ni exagerado ni arbitrario. Ir por delante con su ejemplo sería la mejor garantía de que “nadie se va a quedar atrás”.
No debemos temer a quienes, ajenos al verdadero valor moral del gesto, saquen a relucir la sempiterna excusa de “el chocolate del loro”, ni mucho menos a los que, sin mejor argumento que el de su propio egoísmo, echen mano al siempre socorrido recurso de la acusación de demagogia.
Si por improbables razones de dificultad operativa que pudieran servir de excusa para no aplicar la medida con carácter obligatorio, (limitaciones constitucionales, rigor del procedimiento administrativo, competencias autonómicas…, todas ellas no más rígidas ni restrictivas que las que ya están aplicando en muchos aspectos con las medidas del Estado de Alarma), o lo que sería más lamentable, por desidia o cobardía no se llevara a cabo su puesta en práctica con carácter general para el conjunto del Estado, ábrase en cada Despacho, Oficina o Departamento un libro de firmas con adhesión voluntaria a la misma de carácter personal.
Y en el mismo caso de no prosperar la medida, adquiera cada partido político de la oposición parlamentaria la responsabilidad de hacerla de aplicación obligatoria a todos sus militantes que ocupen cargos públicos de alto nivel en la las Administraciones, Entidades y Organismos mencionados.
Estoy casi convencido de que la aplicación inmediata de esa medida no serviría en sí misma, por desgracia, para evitar ni un solo contagio ni una sola muerte más, pero aparte reconciliarnos con la fe democrática en nuestra clase política dirigente, nos vendría a demostrar la escasa distancia que, cuando está en juego la vida y sus verdaderos valores humanos, puede haber entre exigir solidaridad y predicar con el ejemplo.