Ricardo Sánchez Candelas - Opinión
Por imperativo constitucional
«El asunto tiene un calado muy profundo y no puede despacharse con la simple crítica a unas declaraciones tenidas por inoportunas, y con ello intentar zanjar, como simple comentario inconveniente, la puesta del dedo en la llaga de la señora Díaz Ayuso»
En estos días tan calientes, tanto en lo climático como en lo político, se ha desatado una muy considerable polémica sobre las declaraciones de la presidenta regional madrileña, doña Isabel Díaz Ayuso , en relación con la obligación, al parecer inexcusablemente constitucional, de que el Rey estampe su firma en los escritos de indulto que el Gobierno concederá a los políticos catalanes juzgados y condenados por consumar un golpe de Estado que suponía la ruptura unilateral de la unidad de la Nación española.
Tanto se ha cuestionado la oportunidad de su comentario al respecto que ha obligado a unos y a otros a resaltar la obvia perogrullada de que la única responsabilidad de la concesión de estas muy discutidas medidas de gracia es única y exclusivamente del presidente del Gobierno que las promueve e impulsa.
Sin embargo, no estimo tan inoportuna la cuestión planteada por la señora presidenta. Y no lo es porque hasta ese momento nadie de la clase política que se opone a los indultos se había atrevido públicamente a enfrentar de cara un asunto de trascendental importancia.
La pregunta que se plantea con toda su radical crudeza es la siguiente: ¿Es lógico que el Jefe del Estado se vea obligado a avalar con su firma, aunque sólo sea por puro formalismo, unos indultos a unos delincuentes juzgados y condenados que precisamente lo han sido por querer romper el propio Estado? ¿No habría en la firma, ya en el límite de un contrasentido flagrante, una especie de «casi suicidio» constitucional de la propia Jefatura de la Nación? ¿No quedaría gravemente dañado el Artículo 56 de la propia Constitución que establece que «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones…»? ¿Se puede calificar de «funcionamiento regular» todo el cúmulo de arbitrariedades e ilegalidades que han venido siendo, día sí y día también, la línea de conducta del denominado «proces» de los dirigentes separatistas de la Comunidad Autónoma catalana?
La respuesta a todas estas graves preguntas podría radicar en una especie de salida por la tangente que permitiera una frase de antefirma con el siguiente escueto texto: «Por imperativo constitucional».
Por desgracia, la estricta literalidad del texto de nuestra Carta Magna no permite semejante vía de escape que dejara a salvo todo cuanto hay de contradictorio en este caso de los indultos entre la propuesta del Gobierno, desautorizada por el propio Tribunal Supremo, y el cumplimiento de la legalidad constitucional. Con la «obligatoriedad» de la firma del Monarca, ¿se pretende también el frontal enfrentamiento entre la Jefatura del Estado y el Tribunal Supremo? ¿Se quiere forzar su papel arbitral para que se decante por uno de los dos poderes en conflicto del Estado de Derecho y así desgastar la imagen de la Corona? ¿Se pretende igualmente enfrentar al Rey con su propio y admirable discurso televisado inmediatamente después de la consumación del golpe?
Muy grave todo. El asunto tiene un calado muy profundo y no puede despacharse con la simple crítica a unas declaraciones tenidas por inoportunas, y con ello intentar zanjar, como simple comentario inconveniente, la puesta del dedo en la llaga de la señora Díaz Ayuso.
Curiosamente, si para este caso carecemos de un «por imperativo constitucional», parece que no sucede otro tanto para dar validez jurídica a un «por imperativo legal» que, junto a otras formas de juramento o promesa rayanas en lo puramente folclórico, permite a algunos de nuestros representantes en las Cortes Generales lograr su acta parlamentaria. «Imperativo legal» que por supuesto no les impide cobrar todos los meses la nómina de sus importantes sueldos a los que, eso sí, no renuncian.
Pero lo fundamental es que en este caso no nos encontramos en un conflicto que pudiera con su firma enfrentar al Rey entre una obligación constitucional y una convicción personal en el ámbito de sus principios morales o de la libertad de conciencia. Ya existe algún antecedente al respecto en una monarquía parlamentaria: el Rey Balduino de Bélgica, en un encomiable gesto de coherencia personal, renunció temporalmente a sus poderes para no verse obligado a firmar la ley de despenalización del aborto, con la que estaba en radical desacuerdo.
Pero no es este el caso. Más que principios morales sobre temas de conciencia, (aborto, eutanasia, ideología de género, religión, etc.), que pudieran enfrentar una hipotética posición personal del Rey con su papel institucional en un régimen de pluralidad democrática, aquí nos encontramos con una situación mucho más esencial y medular. Nos encontramos con la propia pervivencia de esa España como Nación, que ha querido ser destruida por los indultados, y de la validez de la propia Jefatura del Estado de la que es pieza clave.
Es en este contexto en el que cabe afirmar que la obligación de firmar los decretos de indulto , sobre todo cuando han sido de forma contundente rechazados por el Tribunal Supremo, devienen para el Rey en un auténtico trámite de fuerza que viene a parecerse mucho a una coacción constitucional –quiero evitar la palabra chantaje– que le sitúa entre su responsabilidad como último garante de la unidad nacional y la propia razón de ser de España como Nación.
Esa es la gravísima responsabilidad del Gobierno de España al promover los indultos, forzar la Constitución y colocar al Jefe del Estado en esa extremada tesitura.
Y como final una pregusta sugerente. Con más de un sesenta por ciento de españoles, según encuestas fiables, en total desacuerdo con la concesión de los indultos, ¿sería descabellado que el Rey, antes de estampar su firma, se planteara aquello de «por imperativo constitucional»? Y eso por no pensar que en ese momento, ¡vaya por Dios!, su pluma estilográfica se hubiera quedado sin tinta.