«Rey sabio y hombre desdichado»
El 23 de noviembre de 1221, cuando las noches más largas, cuando el otoño toledano suele ser más húmedo, triste y frío, como con un mal presagio, nacía un niño de estirpe regia, al que llamarían Alfonso, en alguna estancia de los Palacios Reales de Toledo, ubicados frente a la gran panorámica de la vega del Tajo, que lamía sus cimientos al adentrarse en el contorno dela ciudad donde se inicia la gran quebrada que lo circunda. Es su madre, Beatriz de Suavia, hija de Felipe, emperador de Alemania, y su padre, Fernando III de Castilla desde 1217 y de Castilla y León a partir de 1230. Pocas veces un ser humano se vería abrumado por tantas responsabilidades como las que el futuro deparará a este recién nacido hispano-alemán, al que el tiempo y la historia convertirán en el X de los Alfonso y al que conocerán como el «Rey Sabio» las siguientes generaciones.
Hubiera querido hacer tan sólo unas breves reflexiones acerca de su talante meramente humano, sobre lo más íntimo de su persona, pero soy consciente de la imposibilidad de realizar esta abstracción, esta desvinculación des condición de rey con ambiciones imperiales, de guerrero, de político, de poeta, de estadista, de científico, de jurista, pues todo ello y mucho más llegó a asumir en su compleja personalidad el monarca castellano. ¡Quién tuviera el hábil y mágico escalpelo que pudiera disecar, deslindar y delimitar las diversas cualidades y atributos del Rey Alfonso, para poder llegar a descubrir la estructura última, desnuda, de su espíritu, de su verdad misma!
Figura sin par
Algunos de sus biógrafos han pretendido hallar en su raíz alemana la razón de algunos rasgos de su carácter, pero, ello es, a todas luces, notoriamente insuficiente. Alfonso X, se ha dicho con justicia y retiración, constituye una figura excepcional, por muchos motivos, muy superior a su tiempo, sin parangón posible, es un singularidad irrepetible.
Es probable que, a más de su brillante genialidad innata, la explicación deba buscarse en el magisterio recibido durante su infancia y adolescencia: en ellas, su padre, San Fernando, con alma de poeta, amante de la cultura e impulsor de catedrales, hubo de proporcionarle, sin duda, una esmerada educación intelectual y artística. Existen referencias muy tempranas y elocuentes que denotan su gran sensibilidad estética y humanística, como cuando impidió la demolición de la Giralda sevillana o cuando propició la restauración de la Mezquita de Córdoba.
Hombre pacífico, culto y sensible, se vio obligado, no obstante, a guerrear, incluso con éxito, especialmente en los primeros tiempos de su reinado. Forzado a ser violento en un tiempo de violencia, suponemos el drama íntimo que ello supondría en su espíritu delicado y transcendente: inclinado al manejo de la pluma, hubo de empuñar la espada; el estudio de los pergaminos fue sustituido por el de los campos de batalla; la música y la poesía, se convertían en imprecaciones y gritos de horror y muerte, en golpear de sables; su afición por los juegos de entretenimiento, como el ajedrez, se mudaban en contiendas reales y cruentas; amante de contar la historia, hubo de hacerla, deshacerla y padecerla él mismo, en el más inexorable presente; jurista insigne, tuvo que protagonizar la injusta ley de la guerra; sus ojos, acostumbrados a mirar las bóvedas celestes, tuvieron que descender hasta las murallas y torreones enemigos; figura central de la Escuela de Traductores de Toledo, en su tercera y última etapa (el Toledo tardío o tercer Toledo de Schipperges), hubo de trocar, en fin, la compañía y el, sin duda, sabroso coloquio con los sabios congregados en Toledo, por difíciles y comprometidas reuniones y entrevistas, con interlocutores expertos en trampas, argucias y engaños, que, probablemente sorprendieron en más de una ocasión, su habitual buena fe de científico amante de la verdad. Fue, pues, el rey Alfonso un hombre cuyo mayor grandeza y cuya mayor desventura estuvo en tener que llevar a cabo, durante casi toda su vida, tan diversa como fecunda, un sinfín de tareas a que le obligaba su responsabilidad histórica y que, seguramente, nunca deseó.
Heridas familiares
Pero particularmente dolorosa debió resultarle la hostilidad procedente de su propio ámbito familiar; y así, hubo de sufrir el agravio, la ingratitud y la incomprensión, en primer lugar de sus hermanos, principalmente del infante don Enrique; también de su esposa, doña Violante, que llega a abandonarle con sus nietos, enojada por cuestiones dinásticas; pero, sobro todo, será su hijo Sancho -el futuro Sancho IV- de quien recibirá las más lacerantes heridas que minaron sus últimos años de vida.
En 1275, Alfonso regresa de Beaucaire, de entrevistarse con el papa Gregorio X; vuelve enfermo y sin esperanza alguna ya del sueño imperial que animó casi toda su existencia; sus reinos están invadidos por los musulmanes y su primogénito don Fernando de la Cerca muere en Villarreal, abriéndose con ello un grave problema sucesorio que culmina en 1282, cuando en Valladolid, una Junta compuesta por nobles y prelados, toma la decisión de deponer al rey alfonso en favor de su hijo don Sancho, más decidido y violente. El 'Rey Sabio' en el ocaso de su vida, se encuentra solo, abandonado, fracasado, traicionado, y destronado por su propio hijo. En consonancia, pues, con esta permanente paradoja y contradicción que fue la vida de Alfonso X, llena de luces y sombras, de gloria y pesadumbre, podríamos convenir que a la par que el más sabio, fue también el más desdichado de los monarcas castellanos.
Pero, una vez más, don Alfonso nos sorprende con un último gesto de energía y autoridad, y con fecha 8 de noviembre en 1282, en Alcázar de Sevilla, dicta -sentencia desposeyendo a don Sancho de todos sus derechos, contando para ello con la lealtad del reino de Murcia, parte de Extremadura y muchas ciudades de Castilla. En su testamento, redactado en la postrera enfermedad, al parecer cardioesclerosis, nombra sucesor a su nieto don Alfonso de la Cerda, hijo de su primogénito don Fernando.
Finalmente, el 4 de abril de 1284, cuando Sevilla se llena de flores, amanecía para el gran rey toledano Alfonso X una nueva y eterna primavera: la de una inmortalidad de su genio y sabiduría, por todas las generaciones venideras.