Rafael del Cerro Malagón - VIVIR TOLEDO

Los «Martes golosos» y otras «alternativas» navideñas

Una tradición que pervivió en Toledo, hasta 1935, en la plaza de Zocodover

Bargueñas con sus productos en Zocodover en 1909 PEDRO ROMÁN

RAFAEL DEL CERRO

(…) E ste pan está sabrosísimo, y esta uña de vaca tan bien cocida y sazonada que no habrá a quien no convide con su sabor.

- ¿Uña de vaca es?

- Sí, señor.

- Dígote que es el mejor bocado del mundo, y que no hay faisán que así me sepa.

Así platicaban Lázaro de Tormes y su desvalido amo cuando el muchacho compartió lo obtenido tras mendigar por las calles de Toledo , mientras el hidalgo roía «cada huesecillo de aquéllos mejor que un galgo suyo lo hiciera». Y es que, desde siglos, el hambre estuvo asentado en buena parte de los estómagos de la población española. En La ilustre fregona , Cervantes repasa la caterva de personajes que pululaban en torno a las posadas para comer y sobrevivir: «pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios, pobres fingidos, tullidos falsos, cicateruelos de Zocodover y de la plaza de Madrid». Quevedo retrató luego a los famélicos estudiantes salmantinos bajo la férula de un siniestro dómine, pues eran escasos los momentos y los tumbaollas que engullían lujuriantes perolas y fuentes repletas de lechones, carneros, palominos y frutas de sartén. Luis Vélez de Guevara (1579-1644) sentenció: «La hora perfecta de comer es, para el rico, cuando tiene ganas, y para el pobre cuando tiene qué».

Habituales fueron los livianos gazpachos de verano o grasientos guisos con espesos tintos que, por ejemplo, los viajeros románticos aún hallaban en las posadas toledanas. Y es que refinadas fondas con comidas menos populares eran una rareza en la España isabelina como lo demostraba que, en Madrid, tan sólo la clientela más acomodada podía degustar recetas francesas, desde 1839, en el elegante local de Lhardy. Lo real era que en las brasas de muchos fogones caseros reinaba el gorgoteo de livianos caldos invernales que bañaban huesos esquilados, quizá una famélica morcilla, patatas y unos recios garbanzos que se saldaban con un cantero de pan pringado de tocino rancio. Según estuviesen provistos los vasares y los bolsillos, los hechos obligaban cada día a olvidarse de algún ingrediente o añadir otro, si es que se había producido una milagrosa aportación a la despensa.

En las fechas navideñas parecían obligados los avíos extraordinarios, aunque las hemerotecas del XIX detallan el modo de afrontarlas para quienes podían elegir qué comer, los que sufrían hambre crónica y los que se quedaban a medio camino. Así, hay anuncios de mantequerías y ultramarinos finos con listados de suculentos manjares, frente a la zarzuela de géneros ─algo más asequibles y sin noble denominación de origen─, que llegaban a los deseados «Martes golosos» , una tradición que pervivió en Toledo , hasta 1935, en la plaza de Zocodover.

El calificativo de «golosos» se justificaba porque en diciembre, además de los habituales quincalleros, cacharreros, vendedores de telas, zapatillas o baratijas varias de cada martes, se ofrecían apetitosos productos de boca, aunque no solían faltar el resto del año, según testimonia Urabayen en un capítulo de su Serenata lírica a la vieja ciudad (1928). El escritor refiere los rimeros de repollos, manzanas, cebollas, patatas y otras verduras, así como los ganchos con perniles, tocinos, carnes adobadas o embutidas, sin olvidarse de la estampa de las bargueñas sentadas en el suelo tras montones de frutos secos. Sin embargo, en los Martes golosos, la rareza, la cantidad y la variedad de mercancías enriquecían el paisaje de la plaza de modo espectacular con la consiguiente afluencia de público para comprar o, sencillamente, mirar.

Los más pudientes adquirían pavos y capones vivos para el día de Navidad, ya que el besugo era parte del menú de Nochebuena. Aumentaban las hortalizas y frutas: coliflores, lombardas, cardos, nabos, escarolas manzanas, naranjas o limones. Crecía el álbum de carnes, embutidos, cecinas y quesos. Las siempre habituales mujeres de Bargas vendían escabeches, huevos, higos, uvas y ciruelas pasas con los frutos de la otoñada: bellotas, castañas, nueces, piñones o avellanas. El aire se perfumaba con los esportillos de orégano, pimentón, pimienta, clavo, alcaravea y canela. También llegaban los exóticos dátiles, las movedizas masas de mostillo, albaricoques confitados, mantecados y pétreos bloques de turrón alicantino. Un aderezo no comestible, pero exigido por las fechas, eran también las figurillas para el Nacimiento, panderos de diferente calibre y artesanas zambombas de barro cocido.

Bien es verdad que muchos infortunados concurrentes de aquellas gloriosas jornadas semanales tan solo podían disfrutar de la vista: unas tablas de viandas que parecían ser el vivo modelo de los profusos bodegones barrocos. El alivio de los desfavorecidos llegaba tras el último Martes goloso , cuando el Ayuntamiento, la Diputación, el Arzobispado y otras entidades repartían bonos de alimentos a quienes acudían, en fecha fijada, al cuartelillo municipal de Zocodover, guardando cola en los soportales del Reloj. Estas caridades solían repetirse en el Corpus, la Feria o con un motivo singular, como el real himeneo de Alfonso XIII o las bodas de oro del cardenal Sancha . Las raciones solían reunir un kilo de pan, 460 gramos de arroz y otros tantos de bacalao. En la Navidad de 1882 se dispensaron 1.300 ayudas que, en otro año, subieron a 1.700. Entre diciembre de 1908 y marzo 1909, las hermanas de la Caridad de Tavera, entregaron 8.688 raciones, algunas mejoradas con aceite y patatas. En 1934 se dieron 500 bonos de 2,50 pesetas para canjear por comida, más 5 pesetas en metálico para los parados inscritos en el Ayuntamiento con más de dos hijos y 1.000 vales (también de 2,50 pts.) para comestibles entre los necesitados.

En no pocas ocasiones, la prensa mostraba los nombres de los donantes de aquellas dádivas, detallando la cuantía del óbolo o el artículo depositado en iglesias o instituciones para general conocimiento. Algún gacetillero remató tal reseña con una frase lapidaria: «felices los que pueden socorrer al indigente». No es de extrañar que estas visibles y extendidas costumbres caritativas inspirasen a Luis García Berlanga, en 1961, la cruel historia de Plácido en Nochebuena y la loca disputa de los más ilustres de la ciudad para «sentar un pobre» a sus respectivas mesas.

A Emi, Daniel, Esteban, José María, Manolo y otros bargueños, entrañables siempre. Diciembre de 2016

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