VIVIR TOLEDO

El Lino, un hotel para el siglo XX

Durante el primer tercio del XX, frente al lujoso Castilla y sus selectos huéspedes, el Lino, más barato y tranquilo, acogía una discreta clientela

Entrada al zaguán del Hotel en 1983. ARCHIVO MUNICIPAL DE TOLEDO

Por RAFAEL DLE CERRO MALAGÓN

El histórico Mesón del Lino de Toledo , situado frente a la iglesia de las Santas Justa y Rufina y citado en lejanos documentos medievales, al llegar el siglo XIX, pasó de ser posada o fonda a citarse como hotel , término más cosmopolita y moderno. Igual recorrido hicieron otros hospedajes toledanos y más, desde que, en 1892, el marqués de Castrillo abriese el Hotel Castilla, paradigma de lujo y confort. Lo hizo con un catálogo de servicios para una viajada y mundana clientela que luego imitaría la competencia: cuartos con baño, electricidad, teléfono, coches a la estación, cocina internacional…

A finales de abril de 1891 , en vísperas de inaugurarse aquel revulsivo hostelero, llegaba a la Fonda del Lino Emilia Pardo Bazán con un grupo de amigos. Se alojaron una noche para poder recorrer Toledo con cierta calma, según señaló en su artículo Días Toledanos (1891). Al margen de sus opiniones ante los lugares visitados, anota que en el Lino tomaron un «almuerzo aceptable (lo cual parece que indica loables anticipados pruritos de competencia con el soberbio Hotel que está construyendo el marqués de Castrillo)». Sin embargo, les agobió el seguimiento de un pesado cicerone, posiblemente sugerido desde el hotel, mientras iban de un lugar a otro: «Mal conoce sus intereses la fonda de Lino, que inflige a los viajeros en ella hospedados penitencia semejante por evitarla, yo me iría gustosa a parar en el Mesón del Sevillano , aunque camas y muebles no difiriesen de los que se usaban en tiempo de Constancica».

En 1892, abierto el Castilla, sus salones y cuartos recibirán el frecuente acomodo de personajes de la realeza, la política nacional, elitistas viajeros, además de acoger todo tipo de agasajos institucionales. La competencia, siempre más modesta, se quedó en un segundo escalón. Junto al Lino, rivalizaban dos hoteles más en la subida al Alcázar: el Imperial -que regentaba Guillermo López, dueño de un importante restaurante- y el del Norte, propiedad de Eladio Ortiz de Ancos. En todos ellos el precio del almuerzo diario era de unas 3 pesetas, cuando en el Castilla subía a 4,5.

Antes de 1900, el Hotel del Lino pertenecía a los hermanos Carlos y Eugenia Rivera Ballesteros , casada con Manuel Martínez Espada , abogado, integrado en la actividad de la Diputación que llegaría a presidir en 1934. Esta familia también acometió nuevas mejoras y servicios. En junio de 1901, La Campana Gorda , daba cuenta del estreno del «espacioso comedor», decorado con «lujo y gusto», capaz para todo tipo de celebraciones, convidando a amigos y periodistas.

Los dueños al no tener descendencia (Carlos Rivera fallecería en 1928) lo cederían a un amigo, Ildefonso Bellón Gómez , magistrado del Tribunal Supremo, casado con Gregoria Renovales, según recoge Juan Jesús Martín Tardío en su historia de Magán (2001). Por esos años, la gestión diaria del hotel corría a cargo de la familia García Herrera que se extendió hasta más allá de 1960.

Durante el primer tercio del XX, frente al lujoso Castilla y sus selectos huéspedes, el Lino, más barato y tranquilo, acogía una discreta clientela. Como afirma Marañón en su Elogio y nostalgia de Toledo (1941), allí solía recalar Pérez Galdós , enemigo de los «hoteles bullangueros», pues éste «era el menos malo [de los hoteles] y, desde luego, el preferido». Sin embargo, no faltaron en su comedor rumbosos almuerzos ligados a congresos, homenajes, reuniones de partidos de cada época y, por supuesto, banquetes privados encargados por familias pudientes. También pulularon por el Lino dispares representares de comercio vendiendo en las habitaciones sombreros, complementos, tejidos, cosméticos o joyas. En 1926, ante el III Congreso Eucarístico Nacional , una casa valenciana ofrecía allí a los sacerdotes su muestrario de «ornamentos sagrados». Más habituales eran las consultas médicas para atender problemas de vista, boca, garganta, reumatismos, etc., o la venta de efectos ortopédicos de un comercio madrileño.

La Guerra Civil arrolló el selecto trajín del Hotel Castilla, redujo a escombros el Imperial y dañó a los existentes en la calle de Barrio Rey: el Granullaque (inaugurado en 1912) y el Maravillas, abierto por Clemente Galiano en los años treinta. El Lino, alejado de este núcleo de estragos, fue el temporal hospedaje de algunos militares, de corresponsales y de los viajeros autorizados para moverse en plena contienda. En su comedor hubo ciertas comidas oficiales, como la celebrada, el 17 de noviembre de 1936, tras decretarse por el gobierno de Franco el «día del plato único». El Ayuntamiento dispuso aquel día un almuerzo para ciento cincuenta personas, entre ellas, el charlista García Sanchiz y las jerarquías civiles y militares. En la década de los años cuarenta, época de escaso turismo con el Castilla ya decaído, el Lino siguió siendo un alojamiento de referencia hasta que, en 1951, lo ensombreció el nuevo y flamante Hotel Carlos V.

Desde 1960, se producirían en el Lino nuevos cambios, figurando ahora como dueño al abogado Pedro Mellizo-Soto Osorio, hijo político del matrimonio Bellón-Renovales. Se hicieron nueve habitaciones en una nueva planta al tiempo que se aplicaban detalles ligados al mundo de la caza, pues se buscaba atraer a la clientela que iba de paso a las dehesas toledanas. El vestíbulo y un segundo comedor ofrecían matices camperos con chimeneas rústicas, enfoscados a la tirolesa e imitaciones de tosca viguería. En cambio, al más recoleto bar, sin huecos a la calle, se le dio un vago aire inglés con luces tamizadas sobre la barra, estanterías de madera, láminas con escenas de campo y, en el altillo, sofás, pequeñas mesas y sillas de club con reposabrazos. La acogedora recepción le sirvió a Luis Buñuel, en noviembre de 1969, para rodar una secuencia de la película Tristana, ambientada a principios del siglo XX.

Hacia 1967, el Lino sería vendido al conocido comerciante toledano Manuel Moro que, al fallecer, en 1968, lo legaría a sus herederos. En esta época se haría cargo de la restauración del hotel la familia Tobella-Gómez del Campo que hizo de la cafetería un animado lugar, atractivo por sus originales especialidades y sede de tertulias en la entreplanta superior. El cierre del Hotel del Lino se produjo en 1988. Tras derribarse toda su estructura interior para acoger la sede de una entidad bancaria, la arqueología confirmó que en el profundo solar aún persistían allí las raíces romanas y medievales que habían sostenido el hospedaje de más larga vida habido en la ciudad de Toledo.

El historiador Rafael del Cerro, autor de la sección Vivir Toledo en ABC
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