José Ramiro Viso
«Coronovirulencia», una primavera bajo sospecha
Por primera vez en lo que llevamos de 2020 el campo huele diferente y suena diferente. Huele a primavera y suena a primavera
Hace fresco a primera hora de la mañana. Pero el aire ya tiene otro aire hoy. Por primera vez en lo que llevamos de 2020 el campo huele diferente y suena diferente. Huele a primavera y suena a primavera. Huele a savia derramada por los peñascos y a polen prematuro y viajero. Huele a semillas podridas, a raíces recientes, a tallos empinados y a ramilletes de hojas apresuradas. Y suena a pájaro madrugador, enloquecido y juguetón. Porque los pájaros ya quedan por el Valle con el mismo descaro que los jóvenes a los que dan el relevo a primeras horas de la mañana. Y se organizan en pequeños ejércitos revoltosos para disparar salvas breves y agudas que anuncian una fiesta vieja y un tiempo nuevo desde sus siringes diminutas y fervorosas. Las urracas van de un lado a otro, con sus dameros a cuestas, dispuestas a echar una partida rápida de ajedrez con otros pájaros menos avezados. El cielo tiene un azul titanlux de brocha gorda y sin matices para no llamar la atención, y el campo luce un verde arrogante y resuelto estampado con los primeros amarillos de las flores más atrevidas.
La primavera ya está aquí con más virulencia que nunca, «coronavirulencia» diríamos. Y este año trae camuflada entre sus colores la paradoja de la vida y la muerte, la virulencia de la vida que resurge y la virulencia de la enfermedad que infecta y mata. El coronavirus es una realidad en el mundo, en Europa y en la misma España que se ha saltado la valla de las fronteras con la misma facilidad que un saltador de pértiga y ha descuajaringado los candados de la inmunidad como un atracador experto.
Un simple virus nos recuerda la fragilidad, no solo del ser humano, sino de la especie humana entera. Una especie ahíta de tecnología y prepotencia que se tambalea ante el poder soterrado e invasivo de los microorganismos, esos ejércitos letales e invisibles que desfilan por el inframundo, marciales e implacables, esperando una guerra en la que mostrar su poderío. El mundo tiene miedo. Italia ha decidido poner fronteras en su mismo territorio y ha convertido a la Lombardía y a otras once provincias en un gueto gigante de infectados. Milán, su capital refinada y próspera, esa Nueva York sibarita y dandy, con Duomo y pasarelas de moda, orgullosa a la par de San Ambrosio y de sus negocios, que mira con desprecio a Roma y al sur entero, es una ciudad fantasma y temblorosa. En el país de la pasta y la efusividad incontenible, este año la primavera será diferente, será una primavera de recogimiento, una cuaresma terapéutica y laica, de plazas sin gente, de colegios y universidades silenciosas, de capullos sin reventar, de savias contenidas, una primavera sin el bullicio de la primavera, una primavera-invierno de miradas sospechosas, estornudos reprimidos y fiebres letales. Y, posiblemente, todos esos italianos, tanto del Norte como del Sur, ya no serán lo que eran cuando despierten de esta pesadilla. Ese italiano, besucón y tocón, exagerado en sus saludos y magnético en sus ademanes, será distinto, áspero y hosco quizás, cuando salga del gueto del miedo y vuelva a la tierra de la libertad.
Toledo, al fondo, tranquila aún, parapetada en una primavera que surge, difuminada entre los brotes y las campanillas de colores, escuchando las noticias como ecos lejanos, domeñando los pelotones de avanzadilla del virus siniestro, atendiendo los casos que le llegan con cuentagotas, temerosa de perder su propia primavera y prolongar un invierno de soledades y sospechas sine die . Tranquila aún pero en incipiente alerta. Cuando las barbas de tu vecino veas cortar….