Toledo, una maqueta viva

Hoy he conocido a Dani. Otro loco de la fotografía venido de las tierras del Cid. Y hemos hablado de lo hermoso que es sentarse en el Valle para, simplemente, mirar a Toledo. Contemplarla, sin más. Y, de paso, hacer una buena instantánea que permita compartir con otros un poquito de lo que el cerebro experimenta cuando ve, escucha, huele, siente Toledo en estos momentos del amanecer. Toledo es una maqueta, me ha dicho. No le falta razón.

Toledo se contempla con los ojos del que mira una maqueta preciosa hecha por un artesano preciosista. Los ojos del que, a la vez que disfruta, va calculando las horas de minucioso trabajo que tuvo que echarle su creador. Siglos, en este caso. Hoy, cientos de años después, un día de Febrero de 2020, nos sentimos afortunados por presenciar el trabajo final de miles de seres humanos que han ido configurando, ladrillo a ladrillo, piedra a piedra, matiz a matiz, este escenario portentoso. Toledo, una maqueta viva que sintetiza la historia de España y, si me apuras, de la humanidad entera. Una fuente de agua cercana para poder vivir, el río Tajo. Un peñón inexpugnable para protegerse, en primer lugar, de las crecidas del río. Más tarde, de conquistadores con mala baba. Murallas donde no hay río ni escarpados rodaderos. Castillos e iglesias de señores principales y casas humildes arrebujadas y garrapiñadas al amparo de su protección y bendición. Laberinto de calles, estrechas y empinadas, en caída libre hacia el río.

Plazas, las justas, y pequeñas. Casas con puertas no enfrentadas para salvaguardar la intimidad de preciosos patios interiores. Puertas monumentales, como arcos de triunfo, para recibir a vencedores. Y un águila con dos cabezas, heredera por partida doble, de esas águilas encaramadas a banderas y estandartes, romanos primero, germanos después, eslavos en la actualidad. Toledo: un imperio reflejado en el semblante de una elegante y evocadora maqueta. ¿Se puede pedir más?