José Ramiro

Almendros en flor

Los almendros y las cigüeñas son estallidos níveos que presagian el calor y la vida

Por José Ramiro Viso

Los primeros almendros se han vestido de boatiné en el primer respiro que les ha concedido el invierno. En el puro gris invernal, rancio y frío, los almendros y las cigüeñas son estallidos níveos que presagian el calor y la vida. Ha sido ya San Blas y el refranero dice que las primeras cigüeñas deberían estar por aquí. Alguna hay. Y si no las vieres, años de nieves. Los almendros y las cigüeñas son la versión hispana y volátil de la celebrada y legañosa marmota estadounidense y nos anuncian si la primavera, esa novia a la que todos queremos, llegará a tiempo o nos dejará compuestos y sin novia, a mediados de marzo. Sabios los animales y sabia la Naturaleza que sigue sus ritmos a pesar de los humanos y que reparte señales de sus excepciones y contraindicaciones para los que las quieran leer.

Y hablando de señales. Nadie intuía la eclosión de la larvada protesta de las gentes del campo. Y, como nacidos de la niebla de nuestro desprecio de urbanitas, han surgido los olivareros. Y se han presentado en Toledo venidos desde todos los rincones de La Mancha. El verde oliva de su protesta se ha desparramado como una mancha de aceite jacarandosa y pringosa por las calles más llanas y principales de Toledo como vertiéndose de una vinajera mal cerrada. Se han estirado como un dragón chino desde la estatua de Alfonso VI hasta Bisagra, al son de los petardos y al ritmo de los tractores. Como una procesión de capirotes mochados y banderitas naranjas del sindicato sin cristos ni andas. Con el olivo como dios, ese árbol tan despeluchado y mediterráneo que lo da todo a cambio de casi nada. Una hermandad de gente de bien, borracha de sol, que no sabe de saetas ni de coplas impostadas, pero que clama por su garganta apergaminada. Con un enfado de tierra adentro, contenido y rotundo, sin postureos, cetrino en sus formas, casi gallego en sus palabras. Un pequeño brote de cólera en una resignación de hoja perenne como su dios y señor, el olivo, ese árbol que decora los campos de nuestra provincia y nuestra región sin estridencias ni pretensiones. Un árbol opaco de fruto humilde que se transforma en un torrente de brillo y oro solo en las almazaras.

Después de la protesta, la Guardia Civil, esos nuevos amigos con los que comparten la gorra y el verde, los han escoltado por la subida del Valle y los tractores han marcado el ritmo de una procesión que ha serpenteado por los alrededores de Toledo hasta regresar a los cielos de La Mancha, donde el yin y el yang son un olivo y una vid, y el negro y el blanco son dos tonos de verde. La Mancha, esa placenta marca España, apolítica y rural, acrisolada de tierra incandescente y luz ancha, que nutre el rojo tinto de los vinos y el gualda brillante de los aceites que copan con su calidad pura y acendrada los fogones y los manteles de los restaurantes más prestigiosos del mundo. Esa placenta, y la gente que la cuida, olivareros y viticultores, se merecen un respeto, oiga.

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