Mi madre

Ni rebajas ni cuesta de enero. Yo me quedo con esa imagen de mi madre cosiéndome las zapatillas porque los colores de los calcetines revelan que las tengo rotas. Una madre es una madre y el regalo de tenerla todavía hace que el presente sea incalculable.

Como si de una escultura se tratara me quedo mucho rato mirándola, especialmente cuando el sueño la vence viendo la televisión con esa pose discreta que coloca el busto encajonado en la palanca que hace con la mano y cuyo codo queda enmarcado en el hule de cuadros. Es el programa favorito. Lo ve y no lo ve. Pero parece que se entera porque los que salen en la pantalla son mujeres y hombres como ella cuya soledad duele. Y ella no está sola. Tiene a mi padre. Tiene a mis hermanos. Y unas puertas más abajo mi hermana la puede socorrer.

Son muchos años, muchas experiencias, mucha vida. Cada día es una posibilidad que se abre y se cierra para esta mujer cuyos hijos, como cachorros igualitarios, fue haciéndoles crecer con responsabilidad lógica del momento y de las posibilidades que el destino ofrecía. Se puede. No se puede. Y casi siempre se podía si el padrino de la calle avalaba con encanto el canto de sirena que sonaba por ahí fuera.

Y si venía alguien había que poner el mantel y preparar algo que acompañe a las gachas y al mostillo para que la tripa no se vaya con hambre. En lo sencillo está lo bueno. Porque decir elegancia es mucho para mi madre.

La vida para ella es vivir, pero viendo vivir a sus hijos porque para ella son los primeros en los gastos y en los ahorros. Para una madre no hay cuesta ni rebaja. Todo es un torbellino que hay que resolver día a día porque así es la vida y así es mi madre. Una mujer. Una señora de ochenta y cinco años y los que vengan.

Fray Gregorio Rivera Arellano es sacerdote franciscano