Ricardo Sánchez Candelas

Estado de las autonomías vs Reforma Constitucional Europea

El próximo mes de junio se cumplirán treinta y cuatro años del ingreso de España en la Comunidad Económica Europea, hoy ya Unión Europea

POR RICARDO SÁNCHEZ CANDELAS

El próximo mes de junio se cumplirán treinta y cuatro años del ingreso de España en la Comunidad Económica Europea, hoy ya Unión Europea. Ya para entonces nuestro país había recorrido siete años de vida constitucional en los que habían ido tomando carta de naturaleza determinadas reformas al amparo de nuestro texto legal máximo y auspiciadas por la propia nueva realidad, tanto política y social como económica y cultural, impuesta por los cambios de la nueva etapa democrática.

De esos cambios que transformaron e influyeron con mayor o menor intensidad en la vida colectiva de los españoles, no cabría dudar que el más sustancial de ellos fue el de la implantación, gradual en unos casos, abrupta en otros, del llamado estado de las autonomías que, en aplicación del Título VIII de la Constitución, venía a demoler todo el entramado del antiguo sistema centralista y unitario de España.

Remitido por la Asociación de ex–Diputados y ex–Senadores de la Cortes Generales he recibido en estos días un díptico anunciando la próxima salida del libro «Reforma constitucional en la Unión Europea y en España», coordinado por el miembro de la Asociación don Miguel Martínez Cuadrado. Se contienen en este resumen del libro los enunciados de capítulos tan interesantes y sugestivos como «La reforma constitucional en el bienio parlamentario 2016- 2018» o «Actualidad de las reformas constitucionales en la Unión Europea».

El presente artículo le escribo como reflexión impulsada por los enunciados de este libro y desde mi inveterada convicción de que la hipotética reforma constitucional que se hubiera de abordar en España, de ser necesaria, debería tener como objetivo básico el regreso, todo lo gradual que la prudencia política aconsejara, tan ineludiblemente necesario como impecablemente constitucional, desde el actual Estado de las autonomías a otro centralista y unitario. Una vez más, como en los viejos tiempos de La Transición, «desde la ley a la ley», poderosa razón de nuestra propia experiencia histórica más reciente para desarmar cualquier alegato, casi siempre interesado, sobre la presunta imposibilidad de acometer ese proceso.

Obsérvese que la palabra «recentralización», en los tonos más virulentos, demonizada sin argumentos con intención claramente ideologizada, ya viene recibiendo toda clase de estigmas. A tal respecto también he tenido ocasión de recordar el propósito que el propio Presidente de la República, don Manuel Azaña, manifestó a última hora de su mandato de que fuesen recuperadas por el Estado determinadas e importantes competencias atribuidas ya a los Estatutos de Autonomía vigentes al comienzo de nuestra guerra civil. Pesaroso de su error, fue el suyo un deseo demasiado tardío por desgracia, cuando ya nada tenía remedio. Ignoro si la palabra «recentralización», para denostar al republicano Presidente don Manuel, había sido ya incorporada por sus adversarios políticos al debate público de aquellos días.

Los diversos motivos de mi convencimiento de que nuestro sistema autonómico es un experimento histórico fracasado he tenido la oportunidad de expresarlos en distintas ocasiones y en distintos medios de comunicación. Ha sobresalido entre ellos, como máximo exponente de ese fracaso, el intento frustrado de integrar a los separatismos periféricos en un proyecto común de convivencia política nacional, cuyo lamentable final no ha sido ni más ni menos que todo un golpe de estado. Mayor exponente del fracaso no cabe.

Reconocido ya hasta por los más empecinados autonomistas que aquel invento del “café para todos”, en un contexto de consensos y pasteleos varios al socaire de los nuevos tiempos democráticos, tenía como única y exclusiva finalidad la de contentar a los nacionalistas catalanes y vascos, disfrazados para la ocasión de moderados, en la falsa esperanza de que tal integración sería posible, el final desleal y golpista de la malhadada experiencia no ha podido ser más descorazonador.

Hasta ahora, de todos los argumentos que he venido exponiendo para dar razón de mi oposición al Estado de las autonomías no había tenido ocasión de detenerme en uno de capital importancia. Me refiero al hecho del radical anti europeísmo de este sistema de organización territorial de nuestra nación, tanto más palpable en el momento actual cuanto que es la propia Unión Europea la que está embarcada en un proceso de su configuración de estructura federal, absolutamente incompatible, a mi modo de ver, con el mismo proceso en las hipotéticas reformas constitucionales de cualquiera de los estados miembros.

Así, en el díptico aludido se afirma que «el horizonte de la Unión es precisamente el federal ideal que transcurre, desde sus orígenes, por una mayor profundización en las políticascomunes y en avanzar por sucesivos pasos y con medios federativos inequívocos, en el ideal de conseguir una Federación real de Estados Unidos de Europa» . La conclusión parece evidente: nada más opuesto a la idea de un proceso federal de ámbito europeo que un proceso de fragmentación territorial y política, también de corte federal, en el interior de los propios Estados miembros de la Unión.

Hasta tal punto es así que albergo muy serias dudas sobre cuáles y de qué entidad habrían sido las dificultades que el Reino de España habría tenido en el proceso de integración europea de haberse tenido que producir simultáneamente y en el mismo contexto político de nuestra definición constitucional como Estado de las autonomías. Para «desgracia» de la salud política de la nación española esa beneficiosa integración, de la que todos los demócratas nos felicitamos, se produjo cuando el mal ya estaba hecho.

O dicho de otro modo, cabe la duda de si producida ya esa integración de pleno derecho en la Unión, las propias estructuras políticas –y sus derivadas legales y administrativas– habrían permitido, sin graves reservas, la división territorial de España en un Estado no unitario, por mucho que pareciese ser sólo y exclusivamente el carácter plenamente democrático del nuevo Estado surgido de la Constitución de 1978 la exigencia previa e inexcusable para nuestro ingreso. La tenaz presión de los separatistas catalanes y vascos para forzar la fragmentación del estado español en comunidades autónomas –muy bien tenían ya diseñada su estrategia– ocasionaba un desaguisado que ni añadía ni mejoraba en nada la calidad democrática de la España constituida «en un estado social y democrático de derecho” cuya soberanía nacional «reside en el pueblo español» y cuya forma política es «la monarquía parlamentaria», de tal manera que el inmediatamente siguiente Artº segundo de la Constitución –referido a «nacionalidades y regiones»– habría sido tan anti europeo como perfectamente prescindible.

Y ello, entre otras, por una razón muy evidente: desde un punto de vista estrictamente doctrinal, resulta un dislate que el viejo sueño de los padres creadores del europeísmo más genuino de una Europa sin fronteras sufra la insoportable contradicción de unas autonomías regionales que, de una forma u otra, con mayor o menor entusiasmo de disgregación según los casos, son creadoras de fronteras. Esa Europa que en vez de ser una Federación de Estados pasara a ser una Federación de Federaciones –el caso de Alemania, por importante que sea, en razón de lo muy traumático de su más reciente historia, sería la excepción que confirma la regla– sería un contrasentido enfrentado radicalmente a su propio espíritu fundacional. La España autonómica, por tanto, –mucho menos si derivara en federalismos como los que ya se proponen–, se compadece mal con la idea de una Europa federal. Resulta curioso a este respecto que al único partido que más explícitamente aboga por la supresión del Estado autonómico se le acuse de anti europeísmo. Paradojas de los analistas políticos.

Si el proceso de integración europea, en orden a compartir un mismo proyecto político plurinacional, implica de suyo una cesión de soberanía, esta cesión sólo puede hacerse desde la soberanía de cada Estado miembro, nunca desde las fragmentadas y parciales «soberanías» de entidades territoriales de rango político inferior, para colmo creadas ex novo como fue nuestro caso. Puede resultar aleccionador la decepcionante respuesta que el separatismo catalán ha recibido de las instancias europeas en su irracional empeño en su deriva soberanista, si es que hubiera sido planteada sólo como intención de integrarse, como estado independiente, en uno plurinacional, (¡). Pero es que además ni siquiera era así. La realidad, no obstante, de su pretensión, ya lo hemos sabido suficientemente, iba mucho más allá y era muy otra, puesto que no planteaba otra opción, plenamente supremacista, que no fuera la más absoluta independencia y separación de la realidad histórica y política de la única Nación española.

Resulta muy ilustrativa la siguiente afirmación: «La soberanía europea dimana de la soberanía nacional de nuestros Estados miembros. No sustituye todos aquellos aspectos que son propios de las naciones. Compartir nuestras soberanías, allí donde haga falta, fortalece a cada uno de nuestros Estados-Nación». Tan clarificadora y contundente aseveración fue pronunciada por el Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, en su discurso del Estado de La Unión de 2018.

Los autonomistas podrán proclamar su presunto europeísmo pero será la suya una declaración retórica y falsa. La realidad es que su afán por establecer fronteras, anclados en los viejos dogmas egoístas e insolidarios de «lo bueno para mí y lo malo para los otros», cada cual con su proyectito, es lo más radicalmente opuesto al espíritu de cooperación que impregna en lo más hondo de sus orígenes la idea de integración supranacional europea. Por mucho que lo intenten en sus aquelarres y festivales varios, lo falaz de su discurso siempre quedará evidenciado, entre otras cosas, por el populismo demagogo de los caudillajes pueblerinos y ramplones, de patriotismo de nuevo cuño, reversible según el tamaño de la patria en cada caso, de algunos de sus más cualificados protagonistas.

Por otra parte, y como curiosidad añadida pero muy elocuente, los más relevantes representantes de alguno de los nuevos partidos emergentes, muy lejos de haber exhibido en este asunto lo más revolucionario e innovador de sus propuestas políticas, tan combativos y anti sistema en otros aspectos sociales y políticos, se han avenido dócilmente al pesebrismo autonomista sin la más mínima objeción a su permanencia. Con ser esta la más necesaria, transformadora y radical, su revolución no era ésta. Es lógico. En los suntuosos salones de la taifa, ya incorporados a la casta que tanto denostaban, se vive mejor y en ellos han empezado a saborear por primera vez las mieles del poder. En realidad, la verdadera casta política es la casta autonómica.

El Estado de las autonomías tiene, por tanto, una componente «ideológica» –por supuesto también real y práctica– totalmente alejada y distante del espíritu fundacional del más auténtico europeísmo. Su intrínseca condición disgregadora de los territorios nacionales, aferrada a la creación de fronteras cuyo resultado, más allá de las simples divisiones físicas, implica particularismos exclusivistas, «patriotismos»” nuevos elevados a mentira histórica y a categoría política, es lo más opuesto y divergente de ese proyecto de construcción verdaderamente federal que afronta en nuestros días, como nuevo reto, esa Unión Europea de los Estados cuya anexión a la misma de nuestro país muy pronto celebraremos en sus más de tres décadas y media de venturosa realidad.

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