Pedro A. González Moreno - OPINIÓN
Las dos Españas (y media)
«Al carro de la vieja España bipolar le han crecido de pronto un par de ruedas más que aún no han sido gastadas por la erosión del poder»
«España es un país absurdo y metafísicamente imposible» , escribió en uno de los ensayos de su Idearium español el granadino Ángel Ganivet , a quien se ha considerado el precursor de la Generación del 98 por sus ideas críticas y regeneracionistas sobre la España de su tiempo.
Aquella España, la de hace más de un siglo, era un país escindido por los ideales de la Restauración , en cuya desvencijada nave remaron por turnos Cánovas y Sagasta, dando continuos bandazos en mitad de un oleaje social que, entre conservadores y liberales, se volvía cada vez más turbulento. Pero ya antes de eso el país se había dividido entre carlistas e isabelinos , entre liberales y absolutista s, como más tarde se habría de polarizar entre el bando republicano y el bando nacional , en una espiral de tensiones que desembocarían, inexorablemente, en la última guerra civil.
Parece que nuestro destino está condicionado por esa naturaleza dual , que Machado popularizó en su famosa copla: “Españolito que vienes/ al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón ”. Dicho destino, marcado por nuestro ser más irreconciliable (el que reniega del ying que todo yang contiene, y viceversa), es el que nos empuja a a trincherarnos con demasiada frecuencia en actitudes antagónicas, en extremismos sin posibilidad de concordia : progresistas o conservadores, madridistas y azulgranas, radicales y moderados, culteranos o conceptistas, taurófilos y antitaurinos, tradicionales y modernos, monárquicos y republicanos, machistas o feministas...
Una dualidad esencial del alma o de la realidad española , que no sólo nos divide en bloques sociales, culturales o ideológicos, sino que a menudo nos ha llevado a sacar las navajas o los fusiles y a dirimir nuestras diferencias en el campo de batalla. Aquel emblemático y terrible cuadro pintado por Goya, el «Duelo a garrotazos», aparece como la manifestación de un singular atavismo, y no en vano dicha pintura ha sido considerada como la más siniestra imagen de la discordia, símbolo de ese espíritu fratricida que condena al pueblo español a resolverlo todo a mamporrazos .
Totalitarismos aparte, la ley del péndulo parece haber regido siempre el rumbo de nuestros gobiernos, y esa tendencia pendular también se había perpetuado tras la Transición, con la hegemonía de los dos grandes partidos mayoritarios que han venido gobernando durante las últimas décadas. Signo de estabilidad o síntoma de una escisión insalvable , quizás se trata, para bien o para mal, de un rasgo de nuestra más profunda identidad histórica y colectiva. La sombra del águila bicéfala , que la dinastía de los Austrias usó como emblema heráldico, sigue planeando aún sobre nosotros, con sus negras alas desplegadas y sus dos cabezas siempre mirando en direcciones opuestas: una a la izquierda, otra a la derecha…
Sin embargo, más allá de los tópicos y más allá de los antagonismos, que siempre resultan simplificadores y maniqueos, la realidad española es mucho más compleja . Porque hay, además de las dos tradicionalmente enfrentadas, al menos otra media España que no es, por fortuna, fácilmente encasillable en esa radical bicefalia . Es decir, hay una España que no come carne ni pescado porque ha decidido ser vegetariana, como hay otra media que no es del Madrid ni del Barça, sino que prefiere ser del Atlético o del Betis. Incluso hay otra que no es ni taurina ni futbolera, sino que elige ir al teatro o incluso leer un libro en sus ratos libres.
En términos ideológicos, hay una España que no es militante ni afiliada, ni tampoco acostumbra a votar a piñón fijo , sea cual fuere el color de la tela electoral que le vendan. Y dentro de este grupo se encuentra el cada vez más nutrido batallón de los desencantados , los que un día tuvieron fe y acabaron perdiéndola. Se trata de esa franja de población a la que, según el perverso lenguaje de los políticos o de los periodistas, se la llama indecisa en las campañas electorales, como si pertenecieran a algún extraño limbo de seres errantes , angustiados o inmaduros, pero que resultan tan incómodos e imprevisibles como los electrones moviéndose en libertad en torno al núcleo de un átomo.
Se les llama indecisos tal vez porque no están ideológicamente enquistados, porque no son rehenes de ninguna causa, idea ni partido; porque pueden votar sensatamente haciendo uso de una libertad de conciencia que carece de condicionamientos . Son la otra media España que, hasta ahora, parecía existir sólo en las encuestas, pero que de pronto se ha hecho real y ha comprendido que, frente al voto previsible y esclerotizado, era a ella a quien correspondía alzar su voz en las urnas. Un buen ejemplo de ello lo hemos visto en las últimas elecciones del 20 D , que han supuesto la quiebra del bipartidismo y la reestructuración del mapa político por el que hemos estado deambulando durante las cuatro últimas décadas.
Aunque no se tenga muy fresca la gramática, es bien sabido que los nombres propios no admiten plural, y en consecuencia tampoco lo admiten los nombres de países o continentes, aunque hay alguna excepción que, por razones obvias, confirman la regla: los Estados Unidos y las Américas, por ejemplo. Pero por un raro capricho de la semántica o quizás de la Historia, el nombre de nuestro país es un caso muy llamativo dentro de los plurales anómalos , como si de ese modo se aludiera a la diversidad territorial, lingüística, política o cultural que nos caracteriza.
Las dos Españas de la copla machadiana son una denominación reciente, de orientación ideológica y guerracivilista; pero ese plural viene de lejos, se remonta a nuestro más remoto pasado imperialista , que se fraguó a través de una inmensa red colonial. La fundación de una Nueva España en tiempos de la conquista, contribuyó a que el uso del plural hiciese fortuna , pero tal vez dejó las secuelas de una identidad fragmentada, que después siguió reflejándose en las distintas variedades intraterritoriales de nuestro país.
Sin embargo, proclives a movernos de unos a otros extremos, hemos pasado de pluralizar el nombre de España a silenciarlo pudorosamente , sustituyéndolo a menudo por la expresión «este país»; una paráfrasis que, por cierto, muy poco tiene que ver con la intención de Larra cuando escribió uno de sus artículos más conocidos («En este país·), donde se lamentaba con amarga ironía del poco aprecio que sentimos por lo nuestro, al mismo tiempo que tendemos a sobrevalorar lo extranjero no por el hecho de ser bueno, sino por el hecho de ser extranjero. Para Larra, esa fórmula constituía una «humillante expresión» que sólo se empleaba en su tiempo para denigrar a España, pero no menos denigrante resulta hoy la costumbre de usarla evasivamente, casi como sinónimo del nombre de nuestra nación.
Es como si los españoles hubiésemos derivado desde una conciencia de la pluralidad nacional a una ausencia de identidad colectiva , propiciada o enturbiada más aún por la disgregación que supone el mapa de las autonomías. Como si se hubiera roto el vínculo integrador o el hilo que suture tantas fronteras interiores , la idea vertebradora de España (y con ella el propio vocablo) ha ido diluyéndose o desdibujándose con el tiempo , sobre todo a lo largo de las últimas décadas. Como un ejemplo más del recelo que produce la sola referencia al nombre de nuestro país y a su gentilicio, recuérdese que para denominar a nuestra lengua, en muchas regiones (y no solo de Hispanoamérica) se tiende a usar la palabra «castellano» en vez de «español» . Las connotaciones imperialistas, por un lado, han potenciado semejante preferencia, según justifican algunos. Por otro lado, la identificación de la palabra España con los ideales de la dictadura franquista , ha alejado a muchos españoles no sólo de tal denominación, sino también de otros dos símbolos que nos representan: el himno y la bandera.
Vivimos, pues, en un país que sigue estando visceral y estadísticamente dividido , que habla castellano o español, según los casos, y donde el concepto de la patria (o de la matria unamuniana) hace ya mucho tiempo que se resquebrajó . El último mito que quedaba por desmoronarse, el de las dos Españas irreconciliables, continúa dando síntomas de que aún perdurará al menos durante una generación más, pero a medida que van cicatrizando viejas heridas, muy lentamente también tiende a desvanecerse.
Por lo que puede deducirse de los últimos resultados electorales, se diría que avanzamos hacia la superación de ese dualismo ancestral, y asimismo se diría que ya no se confía en cierta clase política profesionalizada , que ha echado raíces en el poder y ha convertido la política no en un acto de servicio, sino en una forma de vida, en una cuestión de currículum o en un modo de medrar o de satisfacer sus ambiciones personales
Al carro de la vieja España bipolar le han crecido de pronto un par de ruedas más , dotadas de unos flamantes neumáticos, aunque las llantas que los sostienen no se sabe todavía si serán de aleación pura o de algún material fácilmente oxidable; son, en cualquier caso, unos neumáticos que aún no han sido desgastados por la erosión del poder , que es mucho más devastadora que la de los caminos. Sin embargo, las leyes de la Física y las del sentido común no sirven para la política, donde aún está por demostrar que un carro ruede mejor con tres o cuatro ruedas que con dos, sobre todo cuando esas ruedas se empeñan en avanzar en direcciones distintas.
Que semejante situación, en principio inestable, llegue a consolidarse en el futuro o se quede en un mero espejismo, es una incógnita que solamente con el tiempo se podrá despejar. Que las ruedas encuentren un punto razonable de coordinación y engranaje, es lo único que se necesita para que el carro no se atasque en los barrizales de la realidad . De lo contrario, habría que repetir con Ganivet, una vez más, que España no sólo es un país absurdo y metafísicamente imposible, sino además ingobernable.
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