José Rosell

Dichosos aquellos «Los años dorados»

Cualquier ciudadano español con más de cincuenta años, debe guardar en su «memoria histórica» el recuerdo grato de aquellos intensos años setenta y ochenta

Por José Rosell

Cualquier ciudadano español con más de cincuenta años, debe guardar en su «memoria histórica» el recuerdo grato de aquellos intensos años setenta y ochenta previos, transicionales y postransicionales en que la sangre se iba viendo libre, día a día, de la mordaza dictatorial que ya se iba haciendo cuarentona, y pedía a gritos ir desechando la «roín» del pensamiento controlado, disponiéndose a entonar -en tanto levantaba las barricadas de una revolución incruenta, esgrimiendo las armas poderosas de la razón- optimista al espacio el poema melódico inolvidable «Libertad, librad sin ira, libertad, y si no la hay sin duda la habrá...» Lección cívica emocionante, tan llena de invencibles razones humanas, que -digan lo que quieran-, continúa asombrando al mundo con su ejemplo.

Pero, sucedieron tantas cosas a lo largo de aquel primaveral proceso en que casi todos, implícitamente nos entendíamos, salvo deshonrosas excepciones que obligaban a las fuerzas de orden público, a poner tintes negros y lágrimas sobre la luz sonriente del amanecer.

El escritor, y amigo entrañable Antonio Lázaro Cebrián, castellano-manchego de pro y altos vuelos, a pesar de su forma modesta y su discurrir discreto cotidiano, soñando entre el amor a la noble patria chica, la bella Ciudad del «Cáliz y la Estrella», y la adoptada del «Águila bicéfala», intenso faro universal de la cultura, motejada por Garcilaso y por Cervantes de bendita «Peñascosa pesadumbre gloria de España y luz de sus ciudades».

Cada persona viene al don de la vida con unos puntos positivos anotados en su ADN, y Lázaro trajo al mundo muy bien proveída el alma de esa gracia verbal penetrante, propia del novelista puro en ciernes, que, tan generosamente, quiso darle el cielo.

Los que hemos traspasado, digo, ampliamente la barrera vital del medio siglo, vibramos ante el recuerdo de una época, un momento de la historia del país, cuyo caudal humano siempre supo inhibirse del yugo, aunque, en ocasiones, lo hiciese leyendo libros de caballerías.

Al leer nosotros la novela reciente de Lázaro, «Los años dorados», sentimos el impulso, como un tonificante de optimismo, que pone a tu persona a bien con tu persona misma. Y para quien aún no había nacido, o era pequeño, este lecho de plumas democrático que hoy tenemos -con sus catarros y sarampiones inevitables-, rememora el tramo histórico que conduciría a un estado de bienestar social -crisis incluidas- que jamás se había vivido en España.

Mas, en ese escenario insólito en que se mueve en la novela el joven universitario, «alter ego» de Antonio, hay también pequeñas y grandes intrigas, así como miserias, pinchazos a veces sangrantes, producidos por aquellas espinitas ocultas tras las rosas de belleza inaudita y bondadoso sonreír; el espejismo donde estaban ocultos los primeros ojos verdes o garzos, como el cielo velazqueño de la época, que eclipsaban a quien no hacía tanto tiempo dejara la adolescencia y la cercana protección materna.

Y surgen los primeros versos de amor («Ojos claros serenos...»), que vienen como torrentera; y el primer beso, por quien se pudiera dar todo un mundo becqueriano...

A Lázaro le sigue quedando algo de todo aquello, pues aún es un hombre joven y dinámico, genuínamente bueno, pero con tanto mundo a las espaldas, que agiganta en él la condición humanístico-cervantina de inquieto andariego y lector impenitente, de forma que ha podido reunir un bagaje riquísimo de experiencias y saberes.

Su vena ancestral de comunicador innato, que le acredita el haber plasmado ya tanta belleza literaria en sus novelas «El Club Lovecraf», «Memorias de un hombre de palo», o la deliciosa «Cruz de los ángeles». Todas ellas marcan en el alma del lector inmensos deseos de navegar por esos mundos, heces de realismo, perdiéndose en el dédalo argumental del novelista consagrado que, en cualquier momento y lugar del laberinto literario, te sorprenderá con un Minotauro idealizado.

Insisto en que Lázaro deja huella profunda, deliciosamente humana, con el entramado argumental que maneja con tan hábil maestría. Y nos hace pensar; y nos hace volver hacia nosotros mismos, envueltos en el precioso manto del sentir.

Su palabra escrita tiene duende y dulzura, pero también nos deja en el fondo de la duda un resquemorcillo de curiosidades. Ello me recuerda, sin poderlo evitar, los versos que a don Miguel de Unamun o dedicara el delicioso Rubén Darío : «Cuando se tiene en las manos/un libro de tal varón,/abeja es cada expresión/que, volando del papel,/ deja en los labios la miel/y pica en el corazón».

La preciosa novela que acaba de entrar en el reino inédito de los lectores -«Los años dorados»-, me permite recomendarla a los ilustres míos, pues además llega correctamente ataviada por el Grupo Editorial «Suma de Letras», pudiéndose adquirir en las principales librerías y en cualquiier lugar de España, estando disponible en ebook.

Enhorabuena a mi culto y tenaz amigo por el vástago que le acaba de nacer. Y «los hijos son pedazos de las entrañas de sus padres, y como cosa nuestra se han de querer», decía Don Quijote. Yo Auguro a Antonio Lázaro -rodeado de tan grata familia libresca de ñexitos-, que el día menos pensado, al volver una esquina de la mítica Toledo, se va a dar de narices con su propio betseller. Hay quien nace, como él, -«artífice de, no obdtsnte, su ventura»- para triunfar.

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