Carlos Rodrigo
Sobre las cacerolas y otras f(r)icciones
«Jóvenes gritando a viejos por protestar. Me pareció curiosísimo, y reconozco que me produjo congoja»
Reconozco que, como ando siempre pergeñando historias, cuando paseo, práctica casi solitaria antaño y multitudinaria desde que se inauguró la era del confinamiento, me gusta observar a las personas e imaginarme sus vidas.
No soy especialmente cotilla, ni voyeur, pero sí me gusta fantasear. Quizá por mi carácter introspectivo, que sin duda con el tiempo se está haciendo más huraño, no soy muy de eso que me suena a ordenador con guantes, y que ahora llaman interactuar.
Me conformo con fabular hacia mis adentros para luego, siempre torticeramente, tras catalogar injustamente a los afectados por cómo visten, cómo andan, el cruce fugaz de nuestras miradas, o cualquier otro detalle arbitrario, encasillarles como maniacos, mujeres perversas, niños insufribles, jefes estrangulables , genios desaprovechados, tontos del bote, políticos honrados, asesinos entrañables, fantasmas comprensivos, e incluso buenas personas…
Luego les alojo, en régimen de media pensión, en mi imaginario íntimo, y les dedico un poema, cuento, capítulo o un artículo del que jamás sabrán que son protagonistas, lo cual está muy bien porque seguramente les importará un carajo, y justo es que así sea para que no creemos vínculos indebidos.
Todo comenzó hace un par de días , paseando por un barrio, cuya denominación empieza por el nombre de una de las aves más odiadas de Toledo, dirección a una avenida con nombre de continente en franca decadencia. La calle estaba desierta, sin más testigos que un par de paseantes zombies como yo.
Divisé a lo lejos a una pareja de una edad más que provecta que empecé a esbozar, en mi mente calenturienta, como miembros fundadores de la ONG asesinos sin fronteras , asociación sin ánimo de lucro consagrada a auxiliar a infelices especialmente vulnerables en el noble arte de liquidar a gente que les haya hecho la vida imposible.
Como andaba en dirección a su encuentro, pude ver como uno de los ancianos, tras ajustarse su mascarilla, sacaba de una bolsa dos cacerolas de las buenas , aventuro que Magefesa, aunque este dato no pude confirmarlo, y dos cucharas a juego, para acto seguido ponerse ambos a tocarlas en perfecta y me atrevo a decir que, no sé si agradable, pero, al menos en mi caso, hipnótica armonía.
Se me vino a la mente aquel párrafo de Ángel Guerra, novela ambientada en el Toledo del cada vez menos leído Galdós:
Ángel le envidiaba su espíritu sereno, teniéndole por un ser absolutamente conforme consigo mismo, conformidad que es tal vez el supremo ideal del hombre .
Reconozco que la escena me emocionó, porque siempre me ha parecido que el espíritu revolucionario no tiene porqué ser propiedad de los jóvenes ni estar reñido con la caballerosidad ; y esa protesta apacible de unas personas, que me gustaría creer que por su apariencia tenían la vida resuelta, me reconcilió con el espíritu reivindicativo, (no meramente zafio y gamberro del maleducado, o del malacostumbrado cebado por sinecuras) firme, constante y sereno por lo cree justo, del ser humano, con independencia de ideologías. Más en una España que está tan enferma de ideología como sobrada de soberbia para aceptar ideas que no encajan en los catecismos de la ideología propia, por muy brillantes o simplemente cuerdas, que es bastante, que esas ideas sean.
Pero ya se me estaba cerrando mi sonrisa de ternura empanada, cuando de pronto me crucé con una pareja de jóvenes que ya no cumplían la veintena . Un hombre y una mujer, con un precioso pastor alemán, que empezaron a gritarles de todo, siendo lo más suave provocadores e iros a vuestra casa . Aparte de otros apelativos pintorescos y creíamos trasnochados a la España preconstitucional y a la Alemania de los años 30 y 40, aderezados de menciones a la condición de meretriz de sus madres que, salvo improbable milagro bilógico, debieran llevar criando malvas desde el tiempo en que los interfectos debían ser poco menos que un cigoto.
Jóvenes gritando a viejos por protestar. Me pareció curiosísimo, y reconozco que me produjo congoja.
Me recordó a esa expresión de los pájaros disparando a las escopetas. Un mundo al revés en el que son los viejos los que quieren cambiar el mundo .
Sé que fue un detalle, y que habrá quien lo vea de otro modo, pero una de las cosas que me ha llamado la atención de esta pandemia cuyos efectos, más nos vale no olvidarlo, se van a extender mucho tiempo y más de un listo la va a utilizar como patente de corso para arrimar el ascua a su sardina, y más de otro para tratar de convalidar y oficializar cosas que ya eran aberrantes antes de la nueva anormalidad, los jóvenes estén tan callados o, a lo peor, que estén gritando y tanto ruido no nos permita oírles.
Sí, ya sé que es un detalle, o no, pero como siempre me recuerda el poeta Enrique Galindo el diablo está en los detalles.
¿El final de la historia real? Los jóvenes pasaron de largo refunfuñando y murmurando. Mientras, el viejo, visiblemente molesto, le dijo a la vieja: ¿les digo que tu padre era un exiliado y que hasta que no murió Franco no pudiste venir a España? La mujer sonrió sin ninguna acritud y siguió tocando su cacerola. El hombre volvió a su tarea sin contestar, de nuevo sereno, y me dio envidia el amor con que se miraban.
Y sí, en mi historia imaginada los jóvenes, al día siguiente, se ponen en contacto con los viejos para un asunto sórdido que les corroe desde hace años. Y sí, es maravillosa la cara de estupor que ponen cuando descubren quiénes van a ser los encargados de impartir su justicia poética.
No sé si en este país nuestro las apariencias engañan, pero sí que estoy cada día más convencido de que las apariencias regañan.
Qué maravilloso sería si fuera verdad aquello que el cura Tomé le decía a un boquiabierto Ángel Guerra:
Es que parece que siento en mí una transfusión de talento. La ideal enfermera ha penetrado en mi cerebro con una luz, y adiós tinieblas, adiós telarañas que en él entretejían mil obscuridades polvorientas .
Nunca dejará la realidad de sorprender a la ficción.