Carlos Rodrigo

Fuera máscaras

«Nos sentimos culpables, algunos más que otros, de ir por la calle sin embozo»

POR CARLOS RODRIGO

Los españoles, al menos la mayoría de los que conozco, por regla general solemos ser muy conservadores y muy bien mandados. Somos muy de acatar y apenas nos manifestamos si no es detrás de una pancarta que ha confeccionado otro. Y aunque voceamos, nos ponemos estupendos y nos indignamos entre amigos y conocidos de minuto y medio, solemos pasar por el aro con bastante maestría, sobre todo para las grandes cosas, ya que somos más de indignarnos por las minucias que por las grandes injusticias. Empatizamos más con tormentas furiosas y pasajeras que con levantes tranquilos, fundamentados y sostenidos en el tiempo que erosionen el sistema.

Somos de comprar en vez de alquilar, aunque luego digamos que hay goteras; de cabrearnos y remover Roma con Santiago más porque se ha cortado la tele de pago que por la opacidad sistémica de la factura de la luz; más proclives a cambiar de creencias que de costumbres; tipos a los que nos cuesta viajar y somos poco de salir del nido, aunque como a todo hijo de vecino a la fuerza nos ahorcan, como les pasó, les está pasando y les pasará a tantos que han tenido que hacer las maletas en busca de pan o de ciberhabichuelas .

El caso es que estos días me está llamando la atención el tema de las máscaras y mascarillas. Eso de que ya no es obligatorio llevarlas en espacios abiertos , en exteriores manteniendo la distancia, etc., etc.; esa pequeña liberación que muchos, librepensadores de los que piensan poco y mal, han reivindicado como un arrebato de libertad.

Y es que, yo que soy muy de pasear aunque no adelgace, me ha dado por recordar que hace años, como signo de educación y, por qué no decirlo, de impostada galantería cinematográfica, uno se tocaba o se quitaba el sombrero como signo de cortesía.

Ya sé que la práctica está desusada desde hace años, o que solo la mantienen los muy cafeteros que tienen cierta clase, porque si no queda un poco casposo y hasta sospechoso y sórdido en según qué casos, pero sí que creo haber detectado que ahora aquel gesto se ha sustituido por ponerte la mascarilla cuando te vas a cruzar con alguien , o al menos hacer amago de hacerlo.

Es curioso cómo hacemos de la prisión virtud. Cómo nos acostumbramos a nuestras reclusiones y nos cuesta desembarazarnos de ellas ; nos sentimos culpables, algunos más que otros, de ir por la calle sin embozo, y en cuanto se nos acerca alguno nos echamos raudos la mano a la pistolera. Ya uno no se toca el sombrero o saluda, ahora uno se cubre el rostro. Y eso que en los tiempos que corren es incontestable que una máscara dice más que una cara.

Los que somos de natural lento, y casi siempre perdemos el duelo, arribando al momento crítico del cruce sin haber llegado a desenfundar y armarnos la cara, recibimos el disparo silencioso del que la lleva puesta; ese simple y demoledor arqueo de cejas, o esa bajada conmiserativa de ojos negándonos la mirada, del que nos ha batido en este ridículo duelo de la presunta consideración respecto al prójimo.

Y es que son malos tiempos, como casi todos lo han sido, para ir a cara descubierta, por mucho que de nuevo nos vendan que es legal y recomendable hacerlo . Ya que, por mucho que el mítico y nunca suficientemente ponderado poeta Abadio gritara aquello de: «Fuera Máscaras», como se encarga de recordarnos la doliente Clarice Lispector: «Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario del ser humano, y es solitario».

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