Antonio Illán Illán - Crítica
La fiesta del Chivo o Trujillo en la tierra y Dios en el cielo
«Echanove articula a la perfección voz y gesto, brillando con luz propia, lo borda y no solo se apodera del espacio escénico, sino del conjunto de la sala y del corazón y la conciencia de los espectadores»
Mario Vargas Llosa escribió una gran novela sobre el dictador dominicano Trujillo. Natalio Grueso ha realizado una excelente adaptación del texto narrativo a texto representable en el teatro. Carlos Saura teje con la historia una dramaturgia plena de matices. Juan Echanove y el reto del elenco, todos a gran altura, elevan el conjunto a la categoría de arte escénico.
Rafael Leónidas Trujillo (1891-1961), el dictador que a lo largo de más de treinta años gobernó a golpe de mazmorra y machetazo la República Dominicana, con un balance trágico estimado de 50.000 asesinatos, ha pasado a la historia como un genocida que se autoproclamó Generalísimo y Benefactor del Pueblo. Estableció un monopolio empresarial que le posibilitó labrarse una gran fortuna personal. En su tiempo fue conocido como «Chapitas», por su afición a las medallas (le adornaban más de 200 condecoraciones), y como «el Chivo», por su fama de depredador sexual. También existe una canción, un popular merengue dominicano de título «Mataron al chivo». Mario Vargas Llosa perpetuó el recuerdo del asesinato del dictador el 30 de mayo de 1961 por un comando de once represaliados en la novela La fiesta del Chivo, en cuyo inicio hace referencia a la letra del famoso merengue.
La novela histórica La fiesta del Chivo , publicada en el año 2000, tiene su eje narrativo en el asesinato del dictador Rafael Trujillo y en los acontecimientos posteriores, desde dos puntos de vista con una diferencia generacional: el tiempo alrededor del asesinato en 1961 y treinta y cinco años después, en 1996. En la historia, además de la narración de los hechos, encontramos una intensa reflexión del apogeo de la dictadura, en los años 1950, y su significado para la isla y sus habitantes. Tres historias se entrecruzan: la primera, la de Urania Cabral , hija de un senador del régimen trujillista, que, de regreso a República Dominicana, tras una larga ausencia en Estados Unidos, recordará incidentes de su juventud, incluido uno de infausto recuerdo que marcará su vida; la segunda historia pone foco en los últimos días de la vida de Trujillo y muestra el círculo íntimo del régimen; y la tercera es sobre los asesinos de Trujillo. Es interesante, además de la trama cómo se revela en la novela, con diferentes puntos de vista, el ambiente social y político dominicano en un momento del pasado y otro del presente.
En síntesis, los temas de la novela incluyen la naturaleza del poder y la corrupción, así como el machismo y la perversión sexual en una sociedad rígidamente jerárquica con papeles de género asignados e inamovibles. Aunque también es preciso deslindar lo que hay de real y lo que hay de ficticio en la obra de Vargas Llosa, pues no todo es histórico; por ejemplo, la familia Cabral es del todo inventada; en cambio los personajes de Trujillo y sus asesinos fueron creaciones basadas en registros históricos.
La adaptación teatral de «la novela de todas las dictaduras», como la definió su autor, Mario Vargas Llosa, dirigida por Carlos Saura, conforma un espectáculo teatral de sumo interés, que no digo que supere en calidad a la novela, pero que literariamente está a la altura de ella. La versión de Natalio Grueso es excepcional, sabe quedarse con lo esencial y prescindir de lo accesorio. La dramaturgia pone sobre las tablas la imagen del dictador Trujillo, al que se retrata de manera ácida y con dosis de humor negro que resalta equilibradamente el dramatismo necesario y la cruda realidad de un personaje abominable. Es evidente el cuestionamiento de los límites del poder y del ridículo al que puede llegar el endiosamiento humano; sin embargo, tras la capa del dolor, hay una cierta empatía (que no simpatía) que puede influir intensamente en las emociones del espectador. Todo ello sustentado en un diseño escenográfico con apoyo audiovisual que permite los cambios de espacio sin necesidad de mover los objetos. Sobresalen algunos elementos simbólicos, para caracterizar al personaje del dictador, como son el espejo, que refleja la personalidad narcisista y ególatra de Trujillo, y la butaca aristocrática situada en el centro de la escena como objeto representativo del poder omnímodo del megalómano jerarca. Me parece genial la dirección de las transiciones entre las diversas escenas, que son similares a lo que podríamos llamar un fundido cinematográfico. Y no es ajena, para el perfecto tejido escénico, la presencia de la música, cuya presencia armoniza a la vez que acompaña y subraya lo que acontece. Y en el mismo nivel de singularidad, para potenciar lo que hay que resaltar en cada momento, está la perfecta iluminación. Montaje sobrio, sencillo y eficaz para crear diferentes ambientes, a través de coloristas y bellas imágenes proyectadas.
La fiesta del Chivo suma muy buenos ingredientes, pero la verdadera sustancia de esta apuesta escénica es la representación. Es la interpretación genuina de los actores y la actriz la que eleva el teatro a superior categoría. Si no supiéramos que el teatro es eso, teatro, podríamos asegurar que Juan Echanove es en realidad Trujillo. Pocas veces he visto una interpretación tan compleja, tan potente y tan talentosa como para hacer creíbles y objetivas todas las contradicciones del personaje interpretado. Echanove articula a la perfección voz y gesto, brillando con luz propia, lo borda y no solo se apodera del espacio escénico, sino del conjunto de la sala y del corazón y la conciencia de los espectadores. El espectáculo se quedaría incompleto si los acompañantes del protagonista no contribuyeran con sus papeles en armonía; aportan calidad, están a la altura interpretativa del protagonista y dotan a sus personajes de la objetividad contrastante necesaria para hacer verídico el conjunto de la historia. Todos superan con nota el reto, están soberbios cada uno en el tono adecuado a su papel: Chema Ruiz , el actor toledano que viene sustituyendo a Manuel Morón en las últimas representaciones, es fuerza y contundencia en la interpretación del adusto y sanguinario policía sin escrúpulos Johnny Abbes ; Eduardo Velasco aporta una picardía zumbona muy necesaria a su personaje Manuel Alfonso , que es de los que se arrima al sol que más calienta; Gabriel Garbisu ofrece el gusto por el detalle minimalista a la hora de pintar con justeza el doble papel temporal de Agustín Cabral ; y David Pinilla encarna un Doctor Balaguer cocinado en su punto, que alcanza el clímax con su laudatorio discurso para mitificar al poderoso general. Lucía Quintana, como Urania Cabral, realiza una interpretación superior en la que tiene que dar cuerpo a la ambivalencia de tener que ser fuerte, delicada, inocente, cordial y con fiereza, y siempre lo hace bien, sin altibajos, ni siquiera cuando sucumbe inerme a la tiranía del impotente y repulsivo macho dominicano.
Es de agradecer montajes tan cuidados como el de La fiesta del chivo , en el que encontramos un magnifico texto de un autor reconocido, una adaptación que eleva el texto teatral a la altura del texto narrativo primigenio, una dramaturgia potenciadora de los efectos teatrales necesarios, una puesta en escena dinámica bien apoyada por los medios tecnológicos y unas interpretaciones brillantes.
Lo que se cuenta y se representa, por su carácter histórico deja en el espectador algo más que el encantamiento ante un espectáculo excelente y tan entretenido, deja una reflexión y una toma de conciencia ante lo aberrantes que pueden llegar a ser todas las dictaduras.
Los cientos de personas que llenaban el salón del Palacio de Congresos El Greco aplaudieron a rabiar como pocas veces he visto. Y los aplausos eran muy merecidos.