TRIBUNA

Zulo

Luis María Ferrández, director de la película «La noche en la que una becaria encontró a Emiliano Revilla», reflexiona sobre el secuestro etarra: «Cuando visité el zulo tomé conciencia de que me encontraba en el epicentro de una infamia».

Emiliano Revilla, junto a su esposa y sus hijos el día que fue liberado EFE

Luis María Ferrández

Aquel verano me encontraba inmerso en el rodaje de una película sobre uno de los secuestros más largos e impactantes perpetrados por ETA. Habíamos decidido que haríamos la película en las localizaciones reales donde acontecieron los hechos y, por esa razón, aquella noche nos encontrábamos allí. Al llegar a aquella casa, algo me sobrecogió al pensar que precisamente en aquel sitio, fue donde ocurrieron los crueles sucesos que veníamos a recrear. Antes de empezar a rodar, pregunté, al que en ese momento era el inquilino de la casa, por el fatídico lugar. Tras dudar, al final acepto llevarme hasta él. Cuando empezamos a bajar las escaleras algo me hizo estremecer. Estaba entrando en uno de los espacios más enigmáticos de nuestra historia reciente. Un lugar que desató una tormenta de ansiedad y horror en todo un país durante la friolera de 249 días. Por unas escaleras angostas, bajamos en apenas unos segundos a una estancia lóbrega, donde lo primero que noté fue una humedad insoportable. Frío en plena ola de calor. Mucho frio. Era una habitación minúscula que ahora hacía las veces de bodega y trastero. El aire era casi irrespirable y la atmósfera era algo sórdida y desapacible. La humedad penetraba en los huesos al instante y el silencio era absoluto.

Estaba sobrepasado por todo lo que había investigado para escribir el guion y que ahora tenía que contextualizarlo en el mismo lugar donde ocurrió todo casi cuarenta años atrás.

¿Cómo es posible que este hombre estuviera aquí metido durante ocho meses? El inquilino se volvió. No. En realidad, no estuvo aquí. En realidad, este espacio estaba dividido con un muro. Donde realmente estuvo ese señor, era ahí. Hizo una señal dando a entender el recinto que ocupó el lugar exacto en el que permaneció secuestrado el empresario desde febrero hasta finales de octubre. Me quede sin palabras. El espacio no era más grande que una bañera cualquiera. Un cubículo de dos metros de largo por uno de ancho. Eso fue todo su mundo en ocho meses. Recordé lo que me comento un buen amigo periodista que vivió el secuestro desde las mismas entrañas: el secuestrado sólo podía dar tres pasos hacia delante para luego volverlos a desandar hacia atrás. Eso era todo lo que podía hacer en aquel zulo. Se hizo más de doce mil kilómetros en pequeños pasos. Imaginaba que iba a su pueblo en Soria o que atravesaba España de punta a punta. También rezó, y pinto. Pero no oía nada. No veía nada. Porque no había nada. Sólo podía dar tres pasos adelante y tres pasos hacia atrás. La débil luz de una bombilla y el color ocre de las cuatro paredes eran todos sus dominios. De vez en cuando oía al otro lado las voces de quienes le quitaron la libertad a punta de pistola una mañana junto al hotel Mindanao. Le habían quitado todo. Pero él nunca se rindió.

Tomé conciencia de que me encontraba en el epicentro de una infamia. En el símbolo que materializa una horrible pesadilla. Quedé impresionado ante la realidad de lo que acaba de contemplar y de cómo la historia se recrudece cuando uno tiene el privilegio de contemplarla desde los mismos lugares donde aconteció.

¿Cómo fue posible aquel acto de crueldad? ¿Cómo se podía sobrevivir en aquel diminuto espacio durante la friolera de ocho meses sin volverse loco? ¿Sin perder la fe en la condición humana? ¿Sin querer morir? Esa noche, rodé las escenas donde recreábamos su liberación tras 249 días en aquel zulo. Llegué a casa abrumado por lo que había visto. Entré en el baño y me quedé mirando la bañera unos instantes. Me imaginé dentro de ella durante ocho meses. Me imagine allí, en penumbra, aislado del mundo, sin calendario, reloj, noticias, luz natural o cariño alguno. Me imaginé amenazado, secuestrado, desterrado. Recordé aquellos telediarios de los ochenta y los noventa que cada cierto tiempo, abrían con imágenes de sangre metralla y fuego. Recordé un autobús en llamas con los cadáveres calcinados dentro. Los atentados en Nochebuena. Las imágenes de casquillos en el suelo. Recordé los ataúdes blancos, pequeños y frágiles cuando las víctimas eran niños que dormían o jugaban en una casa cuartel. El boletín que interrumpía la programación por culpa de un tiro en la nuca o las fotos de la sangre aun fresca en el suelo de un bar, de una esquina o de un despacho. Recordé a aquel niño que vio acercarse a un desconocido para segundos después, descerrajarle un balazo en la cabeza a su propio padre.

Ahora, se suceden los homenajes a aquellos que apretaron ese gatillo, colocaron aquel explosivo o construyeron este zulo. Los vitorean, los abrazan, los aclaman. Como si aquellos féretros amontonados por los años, aquellas lágrimas ahogadas en un funeral de estado o todas las fotos y retratos que reposan como recuerdo en las mesillas de viudas, hijos y hermanos, fueran ya casi parte de una pseudo-ficción olvidada por gobiernos, instituciones y ciudadanos.

¿Qué esconde el alma de quien enaltece, admira y protege a un asesino que decide sobre la vida de los otros a punta de pistola y golpe de metralla?

No sé cuánto odio cabe en un zulo de dos metros de largo por uno de ancho. Ni sé cuánto se esconde en un ataúd blanco, ni en una medalla póstuma ni en un funeral de estado. Pero lo que si se, es que, viendo aquel zulo, comprendí que a pesar del profundo dolor que cicatriza por todo aquello, la historia sólo debe volver para homenajear a los valientes, pero nunca a los verdugos.

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