Salvador Sostres
Vuelve la transacción
El catalanismo político tiene una admirable facilidad para convertir sus frustraciones en enfermedades crónicas, y en negocio. El autonomismo fue durante los años 80 y 90 la enfermedad crónica y el negocio de las frustraciones del nacionalismo, hábilmente gestionado por el presidente Pujol y sus colaboradores.
Mas y los suyos han asumido que el proceso independentista ha fracasado. En parte por su incompetencia, en parte por la incapacidad del catalanismo por articularse políticamente, y sobre todo porque falta masa crítica, y se ha demostrado manifiestamente falsa la premisa de que éste era un movimiento mayoritario. Ha bastado la democracia -la que tanto reclaman- para derrotarle.
Pero lejos de querer marcharse a sus casas, Mas y su tropa pretenden continuar controlando Convergència, o lo que tras su refundación quede de ella, para convertir el independentismo en su modo de transaccionar con el Estado; para alargar como un chicle su carrera política, y practicar como Pujol el doble juego de hacer ver que dan la vida por una causa cuando en realidad están viviendo de ella. Es un cinismo que sólo familiar puede resultarles. Es su marca de la casa. Sólo queda discutir el porcentaje.
Quico Homs ha empezado a desplegar los tentáculos de esta trama ofreciéndose gratis a los socialistas si finalmente pactan con Podemos, en una demostración -más- de hasta dónde llega la fiabilidad de los compromisos convergentes, que no hace ni tres meses juraban que no pactarían nada con nadie que no les ofreciera un referendo.
En Cataluña, Puigdemont cada día asume más la idea de que no va a poder aprobar los presupuestos con la CUP, y va poco a poco situándose en el paradigma mental de tener que rogar el apoyo socialista. ¿Qué es sino el fin de una era que un gobierno supuestamente independentista acabe admitiendo que necesita para gobernar el apoyo de un partido que se opone frontalmente a esta idea? De fondo hay alguien que sonríe, y es Miquel Iceta.
Convergència vuelve al espacio moral de la transacción, en el que todo lo que es negociable, es posible. Entrañable retórica provinciana que acaba en el burdel. Es un estilo, para nada criticable.
Lo censurable es que las chicas del salón pretendan darnos lecciones de compostura, y de dignidad, y que encima se ofendan cuando no caemos en la comedia de tratarlas como si fueran las señoras -¿qué señoras, por el amor de Dios?- de la casa.