David Gistau
Todos contra todos
El verdadero «sorpasso" se produjo en una autopista en las horas previas del debate coral , orgiástico. Con gran regocijo, el autobús de la caravana de Podemos adelantó al de Ciudadanos, cuyo conductor, a decir de los compañeros, tiene una licencia reciente, lleva la «L» detrás y por lo tanto no puede pasar de noventa. La revolución circula por el carril de aceleración, el nuevo suarismo aún lleva la «L» detrás.
Al llegar, Pablo Iglesias se acercó a unos manifestantes de TVE con su oportunismo característico: lo raro fue que no se hiciera traer leprosos para sanarlos en vivo. Probablemente informado de lo que había hecho Iglesias, Sánchez se demoró a la entrada para hacerse fotografiar junto a los manifestantes. Es curiosa la insistencia de Sánchez en llegar a todas partes acompañado por su esposa. Más allá de que en aquel mitin del Price pretendieran inaugurar una imagen de candidatos a la americana, da cierta sensación de invalidez.
Dispuestos en el escenario, los candidatos daban una impresión de desnudez progresiva, como en el «strip-poker». Empezaba la mirada en Rajoy, el más formal y vestido, al llegar a Rivera ya no había corbata, y, en el escalón final, Iglesias había perdido la chaqueta: nos quedamos a un candidato de la desnudez integral.
Rajoy vs el «amateurismo»
Todo el bloque económico fue casi educado y bajo de pulso. Rajoy trató de afear el «amateurismo» de candidatos de tertulia que ignoran los temas y cuán difícil es gobernar: recordaba a Mazzantini diciendo al aficionado crítico aquello de «baje y hágalo usted». Entre Sánchez y Rivera parecía haberse pactado un reparto de papeles. Sánchez se concentraba en atacar sólo a Rajoy, como en los tiempos del bipartidismo, fingiendo que Iglesias, el invasor del hábitat socialdemócrata, no existía.
El que se empleaba con dureza contra Iglesias era Rivera , sobre todo cuando lo acusó de tramar una subida masiva de impuestos (hasta el 56%) que aplastaría a la clase media. Rivera sí se acordó de tirar tarascadas a Rajoy –a Sánchez ni una: operaba el síndrome de Estocolmo del pacto– cuando utilizó la subida fiscal a traición para argumentar que el presidente en funciones carece de credibilidad cuando vuelve a prometer bajar los impuestos. Resulta curioso que Rajoy, que basó su campaña contra el PSOE de Zapatero en el retrato apocalíptico de España, acusara a sus rivales de no amar su país porque no hablan bien de él. Una adaptación de cuando Zapatero insinuaba que hablar de crisis no era propio de patriotas.
Iglesias tampoco hostilizó a Sánchez . Primero, porque no lo necesita y no le conviene abusar de la violencia verbal que lo hace parecer arrogante y en gran medida arruinó las negociaciones poselectorales de diciembre (otra cuestión es que, sin cólera, se diluye). Y, segundo, porque, con cierta condescendencia, aún propone al PSOE –a un PSOE eximido de la vieja culpa de casta– participar en un gobierno «progresista» y antiPP en el que ahora puede cambiar la jerarquía en beneficio de Podemos. Iglesias enfrentó a Sánchez a la situación de asfixia en que se verá, después de unas elecciones que no concederá mayoría absoluta a nadie, si, por una razón o por otra, se niega a gobernar al mismo tiempo con el PP y con Podemos: «A alguien tendrá que elegir».
Sánchez le reprochó, y se nota que está resentido, que Podemos saboteara durante su intento de investidura precisamente ese gobierno «progresista» que Iglesias declara ahora prioritario como si le estuviera proponiendo al PSOE una custodia compartida de la socialdemocracia. Para entonces, Sánchez ya había dejado de fingir que Iglesias no existe. Rajoy, que tuvo ocurrencias espontáneas en muchos momentos, como si lo aliviara no haber sufrido en el formato tan disperso el castigo a seis manos temido, se burló de ellos cuando les pidió que dejaran de discutir –¿como unos novios enfurruñados?– quién había dejado de votar a quién.
La beca de Errejón
Mientras Piqueras se confirmaba como el más socarrón de los moderadores, el bloque sobre la «regeneración» permitió a Iglesias darse un festín con el sistema podrido por el bipartidismo. Sánchez bajó al fango con la beca de Errejón para tratar de contrarrestar el complejo de superioridad moral que concede a Podemos su falta de pasado y de desgaste. Después, sin llamarlo indecente esta vez, volvió a arrojar a Rajoy a Bárcenas y toda la pléyade de imputados del PP. Rajoy parece confiar en que Bárcenas ya le hizo todo el daño que podía hacerle. Rivera echó sobre Rajoy la responsabilidad higiénica de irse para que la estela corrupta de su época no favorezca el auge del populismo y no siga bloqueando una nueva generación popular más limpia: no parece fácil que Ciudadanos llegue a cerrar un pacto de gobierno que admita la permanencia de Rajoy como presidente. Esto fue lo que más enfadó a Rajoy con Rivera , a quien acusó de inquisitorial y de adjudicar culpas. Rivera, desatado ya, también endosó a Iglesias la financiación bolivariana.
Cataluña y la firmeza constitucionalista constituyeron el único terreno aparente de entendimiento entre Rivera y Rajoy. Ahí, Iglesias vio cómo sus ínfulas de integrador quedaban desbaratadas por los apoyos al independentismo en sus confluencias, mientras que Sánchez se traspapeló en lo etéreo: la reforma constitucional jamás detallada.
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