David Gistau

San Luca

David Gistau

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Dos familias de la N’Dranghetta llevan décadas matándose por una sucesión de venganzas que comenzó con un hecho trivial: dos niños se pelearon a huevazos en el carnaval de San Luca. A veces, aunque no se sepa quién lanzó el primer huevo, el odio alcanza tal apetito de destrucción y los agravios pesan tanto que no es posible regresar de todo ello.

Sánchez y Rajoy nunca podrán volver de las cosas que se han dicho: están en San Luca. En una buena intervención que hizo un relato satírico de los procelosos pactos de Sánchez, Rajoy no pudo evitar insinuar hasta siete veces que el candidato es tonto, y su bancada también. Rivera, con su impostación conciliar suarista en la balacera, ya sólo necesita calzarse un casquito azul como los que llevan las tropas de interposición donde dos comunidades son irreconciliables: una de las dos partes del Hemiciclo le helará el corazón, si no ambas, pues ése ha sido el destino habitual del tercer español, con la excepción de la Transición a la que él está conectado como un intérprete que se comunica con sus mayores mediante una «oui-ja». Rivera y Sánchez coincidieron en un argumento para desatascar la situación: el intento de sembrar la cizaña intramuros del PP para que los militantes y los votantes piensen qué horizonte limpio se le abriría al constitucionalismo si se extirparan a Rajoy. Sólo entonces no les «cegarían los pozos de agua», como se refirió Rajoy al «todos contra el PP» que por momentos ofreció el curioso espectáculo de ver a diputados referirse en el debate, no al que se presentaba, sino al destinatario del odio habitual, que a lo mejor, en ese momento, se había ido a orinar.

Por si no fuera suficiente ese bloqueo del odio que aboca a unas elecciones, Iglesias decidió que su estreno parlamentario debía consistir en agravarlo aún más con una violencia verbal que por desgracia contentará a los «sans-culottes» que lo sostienen y que para eso lo introdujeron en el parlamento. Desperdigó más afrentas, más rencores. Hizo atribuciones «ad hominem», insultó, empleó marrullerías propias de una lucha en el barro un sábado noche en la Sexta. Lo del jefe de escuadra, lo de Millán-Astray, lo de la cal viva, al día siguiente de la inmundicia que cometió al hacer pasar a Otegi por un preso de conciencia. En la inminencia pre-electoral, Iglesias pareció querer romper con todo y recuperar el discurso de la cuchilla revolucionaria que viene a sajar un mal social encarnado por conceptos que ya eran viejos en mi patio del colegio como «oligarquía» y «poderes fácticos». Intentó convertir en un acontecimiento histórico su propio estreno, humilde como es él. Y se arrogó, robándoselos a la socialdemocracia, todos los orígenes dinásticos de la izquierda, incluyendo los del antifranquismo. Todo empieza con él. Nada tiene sentido sino como un proceso de preparación histórica de su Advenimiento. Se arrogó algo más osado: la única representación legítima de la Gente. Como si en las últimas décadas no hubiera habido gente representada en el parlamento. Después de atribuirse esa representación, agregó un matiz con el que empezaron todos los genocidios del siglo XX: si sólo yo soy la gente, quien está contra mí está contra la gente y no lo es. La deshumanización del adversario.

Fue una verdadera lástima que Sánchez arruinara dos de sus mejores momentos. Cuando defendió de forma explícita la unidad de España y cuando, tajante, le dijo a Iglesias que Otegi no fue un preso político. En el ambiente, para entonces, ya estaba lo de la cal viva. Pero Sánchez lo estropeó porque, después de esos arrebatos de carácter, siempre regresó a la actitud mendicante de la mano tendida. Esto sigue, hay más de cincuenta días por delante. Pero a España la veo claustrofóbica y paralizada, masticando odios en San Luca.

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