Rubalcaba: el hombre que se alimentaba de política

Al servicio del Estado y de su partido, un repaso a la vida pública de Pérez Rubalcaba deja traslucir los últimos 30 años de historia de España y del PSOE

Vídeo: La militancia socialista despide a Rubalcaba en el Congreso

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En los mítines grandes de la noche durante su campaña para las elecciones generales de 2011, cuando el público le interrumpía entusiasta al grito de «¡presidente, presidente!», él les frenaba en seco sin disimular cierto fastidio, y con algún reproche impaciente de por medio se negaba a seguir hasta que la grada recobraba el silencio. Ese era Alfredo Pérez Rubalcaba, un hombre que se alimentaba de política y que estaba allí para hacer una de las cosas que mejor sabía hacer: comunicarla. Dicen que se reía de la leyenda popular que le tildaba de vanidoso, cuando en realidad siempre l e gustó manejarse en las zonas de sombra del poder –el que más secretos de Estado ha conocido, el último que salía de La Moncloa y apagaba la luz tras de sí– y que en su vida personal fue un señor sobrio, frugal y espartano, que apenas dormía unas horas y al que no se conoce más ostentación que alguna tarde en el palco VIP del Bernabéu viendo jugar al Real Madrid, su otra devoción.

Ahora que ha fallecido de forma prematura, uno cae en la cuenta otra vez de que ha estado viendo a Rubalcaba en la televisión toda la vida. Felipe González le nombró secretario de Estado de Educación en 1986 y don Alfredo dejó la primera línea de la política en septiembre de 2014, lo que significa que estuvo casi tres décadas sin bajarse del coche oficial, una afirmación que le resultaba especialmente molesta. Para conjurarlo, en 2011, tras ser proclamado candidato del PSOE a la jefatura del Gobierno, se dejó ver conduciendo su propio Skoda rojo matriculado un par de lustros antes.

Su primer gran cargo llegaría en 1992, cuando aceptó la cartera de Ministro de Educación y Ciencia, que un año después cambiaría por la de Presidencia y Relaciones con las Cortes, que desempeñó hasta la cita electoral de 1996, en la que González acabó perdiendo frente a José María Aznar.

Con el socialismo en la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba fue depositario de la confianza de los dos siguientes secretarios generales , lo que le convirtió en un ejemplo de superviviente orgánico. Primero con Joaquín Almunia, que le nombra miembro de la Ejecutiva y secretario de Comunicación del partido tras el XXXIV Congreso celebrado en 1997. Son los tiempos de las negociaciones con ETA vinculadas a la falsa tregua de 1999. Después ingresaría en el Comité Federal del PSOE en 2000, ya de la mano de José Luis Rodríguez Zapatero, a cuyo servicio Rubalcaba pronunció como responsable de la estrategia de campaña de 2004 definitivamente convulsionada por los atentados del 11-M una controvertida frase para la historia: «Los españoles –dijo la víspera de la votación– se merecen un gobierno que no les mienta».

En el Congreso de los Diputados, el vitriólico y brillante Rubalcaba asumió la portavocía del Grupo Socialista hasta que en 2006 se convierte en ministro del Interior, responsabilidad clave que ocuparía hasta julio de 2011, solo tres meses y una semana antes de la que banda terrorista anunciara el fin de su actividad armada, desfondada –entre otros– por la presión de las eficaces operaciones policiales que en los últimos años habían conducido a sus líderes a la cárcel uno tras otro. Al frente de Interior, creció su fama de maquiavélico e intrigante –queda para la memoria de las cloacas aquel «oigo todo lo que dices y veo todo lo que haces» que, según el PP, dirigió a uno de sus diputados– y se agigantó su aureola de oscuro con su presunta implicación en el chivatazo a ETA dentro del llamado caso Faisán, nunca esclarecido.

A partir de 2010, sumaría a esa cartera la de Portavoz y vicepresidente del Gobierno. Luego vendría la renuncia de Zapatero, la fallida carrera a La Moncloa en 2011 y la conquista del liderazgo de Ferraz en 2012, ambas en liza con la hoy desaparecida Carme Chacón. Y en 2014 llegaría su adiós a la alta política pública. Lo reveló un 25 de mayo con la salvedad por delante de que no se retiraría hasta septiembre. Esa demora cobraría sentido cuando solo unas fechas después, el 2 de junio, se anunció la abdicación del Rey don Juan Carlos, un proceso inédito y complejo que para su buen desarrollo requería necesariamente un perfecto hombre de Estado al frente del PSOE. Y Rubalcaba era ese hombre.

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