Pellizcos de monja
Conviene preguntarse si realmente algo de esto es cierto; si el PSOE no es ningún rehén de su secretario general, sino si sencillamente la inmensa mayoría del socialismo ya piensa como Sánchez
Resulta recurrente dar por hecho, como una costumbre ancestral, que en el PSOE persiste una eterna fractura interna, una división inextinguible, que hay diversidad de criterios cainitas, y que los minoritarios están sojuzgados porque Pedro Sánchez los mantiene secuestrados con un poder omnímodo e irreversible. Desde ámbitos ajenos a la estructura orgánica del PSOE, tanto progresistas como conservadores, surgen de vez en vez voces que apelan a ese socialismo moderado, institucional, pragmático y constitucionalista que debería configurar una socialdemocracia moderna ajena al populismo de extrema izquierda, y por supuesto, al nacionalismo excluyente. Se crea una percepción virtual de la pésima convivencia entre dos almas en el PSOE en continua lucha por la hegemonía interna, y se invoca a los barones como contrapeso.
Sin embargo, conviene preguntarse si realmente algo de esto es cierto; si el PSOE no es ningún rehén de su secretario general, sino si sencillamente la inmensa mayoría del socialismo ya piensa como Sánchez, actúa como Sánchez y se ha adaptado a Sánchez. Conviene preguntarse si la militancia y sus votantes más fieles no contravienen sus postulados ni le discuten sus decisiones por pura connivencia y afinidad real, y no por la mágica coartada tan dictatorial y propia de todos los partidos de que «quien se mueve, no sale en la foto». A Sánchez, el PSOE, como concepto global de unas siglas que encarnan un proyecto político revisionista, no le teme, sino que lo protege. La clásica minoría vociferante y escandalizada con sus maniobras de ocultación, o con su tajante ordeno y mando en una dirección federal férrea y sin disidencia posible, no existe. Y si existe, está difuminada y carece de toda influencia. Pero no porque Sánchez haya ahogado las voces disonantes -que lo ha hecho sin misericordia-, sino porque objetivamente sus bases piensan hoy de modo más parecido al suyo, o al de José Luis Rodríguez Zapatero, que al de Felipe González, Joaquín Almunia o Alfredo Pérez Rubalcaba. Sánchez no ha cambiado al PSOE. Es el PSOE quien ha cambiado con Sánchez, y el matiz es relevante.
La realidad se impone. Con Sánchez, la oposición interna languidece. O directamente agoniza. Felipe González, Alfonso Guerra, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, Emiliano García Page, Javier Fernández, Nicolás Redondo, Francisco Vázquez o Joaquín Leguina representan a un socialismo derechizado. Pero no porque así lo haya impuesto el adoctrinamiento interno de Ferraz, que también, sino porque la militancia hace tiempo que lo cree. En medio queda un residuo de dirigentes amalgamados en su incoherencia que reniegan de su hemeroteca y que navegan en aguas sin territorio a la espera de un perdón que Sánchez jamás les dispensará. Susana Díaz, hoy seriamente discutida en el PSOE andaluz y en trámites de desahucio inminente, es el principal exponente. Pero junto a ella deambulan sin rumbo, como pidiendo permiso para acceder a la corte de Sánchez, Javier Lambán, Ximo Puig, Patxi López o Fernández Vara, todos ellos aclimatados a una atmósfera tóxica en un ejercicio de supervivencia extremo.
Dar por hecho que Sánchez es el «policía malo» y García Page el «policía bueno» no es sensato. Es todo más complejo. Y más cínico. La existencia de un profundo debate interno, de disidentes ideológicos latentes a la espera de que Sánchez tropiece, o de un componente reactivo soterrado frente a su secretario general, es una ilusión óptica. El partido se sometió a Sánchez sin reservas, como antes lo hizo a Zapatero, cuando la militancia tomó conciencia de que el PSOE y el PP habían entrado en una fase irreversible de turnismo, y de que el logro del poder permanente solo era factible aliándose al separatismo en sus distintas formulaciones y acepciones.
El PSOE carece de una estructura crítica sólida. Y no porque Sánchez la haya acallado, sino porque su electorado ha terminado por aceptar que el constitucionalismo ha quedado desfasado para la izquierda. La política de alianzas de Sánchez no se basa solo en una mera cuestión de oportunismo coyuntural para acceder al poder, sino en la firme creencia de que el socialismo solo podrá sobrevivir apegado a los radicalismos de izquierda y al soberanismo secesionista. Podemos arrebató al PSOE una concepción de la izquierda que críticos como Felipe González y unos cuantos románticos de las siglas habían diluido en aras del pragmatismo, o de un concepto cuasi liberal de la socialdemocracia. Eran, y son, unos traidores intelectuales de la izquierda fetén. Por eso, y no por las mazmorras de castigo de Ferraz, Sánchez carece de resistencia.
Sánchez no es un estratega de la política, sino un fajador orgánico, un chantajista de las emociones y un trilero de las ideas. Pero conquistó el partido consciente de que solo rompiéndolo emocionalmente tendría opciones. Si no lo hubiese hecho, Podemos habría convertido al PSOE en un partido residual. Y eso es lo que le agradece la militancia con su mutismo frente a cesiones que en otras épocas habrían sido inasumibles para el PSOE. Ese clásico atavismo de la derecha que le permite regodearse cuando algún socialista reprende a Sánchez, como si realmente le amenazase una disidencia sólida, es absurdo. Son pellizcos de monja. Sánchez está ya a otra cosa.