«La Pactada»

La «segunda Transición» que ahora se anuncia carece del consenso del 78: en su lugar hay resquemor y enfrentamiento

El Rey Juan Carlos firma la Constitución, ante la atenta mirada de su sucesor, el 27 de diciembre de 1978 ABC

JOSÉ MARÍA CARRASCAL

Se la conoce con el nombre de «la Pactada», con ese tonillo entre afectuoso y despectivo que los españoles solemos dedicar al compromiso. En eso y otras muchas cosas se diferencia de todas las anteriores constituciones españolas. Lo que no la libra de estar amenazada de correr la misma suerte, o más bien desgracia.

Pero el sobrenombre es legítimo e incluso puede presumir de él. La Constitución del 78 fue producto de un pacto entre el franquismo evolutivo y la oposición moderada -«entre los hijos de los que ganaron la guerra y los hijos de los que la perdieron», precisó Juan Luis Cebrián en una charla sobre la Transición en Nueva York-, que en aquel momento representaban a la inmensa mayoría de los españoles. Fuera quedaban los dos extremos: el franquismo integrista y la izquierda radical, que negaban a la Constitución toda legalidad. Los unos, por considerar que aceptaba lo que llamaban «males seculares de España». Los otros, por creer que de alguna manera permitía la continuidad del franquismo. El que no gustase a los dos extremos era ya un indicio de su bondad. Lo que tampoco quiere decir que sea perfecta. Ni lo pretende, al ser conscientes sus redactores de las contradicciones que encierra.

Primera por referéndum

Pero fue la primera de las constituciones españolas aprobada por referéndum, en vez de por el partido gobernante. Más que entusiasmar, las constituciones tienen que convencer, y esta se propuso desde la primera a la última letra abarcar lo más posible de los dos bandos que hasta hacía bien poco se consideraban enemigos a muerte. No la impusieron los liberales a los conservadores ni los conservadores a los liberales. No fue el «trágala» del centro a la periferia ni de la periferia al centro , como fueron las anteriores. Fue un acto de reconocimiento mutuo entre españoles de ideologías e idiosincrasias distintas, dispuestos a convivir en paz y libertad, en vez de excluirse, negarse, matarse entre ellos, como venían haciendo, incluso por una Constitución.

Ese era al menos el ideal de los hombres y mujeres que la redactaron y del país que tenían detrás. Plasmarlo en la realidad, sin embargo, no fue fácil. De entrada, no había una base legal en que apoyarse. La legalidad republicana había quedado interrumpida por el alzamiento, en parte por su culpa (léanse las memorias de Azaña) y el franquismo se había suicidado.

¿En qué apoyar entonces el nuevo Estado? Se buscó, se discutió y al final se decidió la solución más sencilla y más a mano: la monarquía parlamentaria (Art.1-3). El consenso funcionó desde el primer momento y, con pequeñas discrepancias, se mantuvo hasta el último. Los españoles, que hasta mediados de 1977 no se habían identificado mayoritariamente con la monarquía, endosarán por un 87% una Constitución monárquica, con el Rey como símbolo de la continuidad y de la «unidad en la permanencia» (Art. 5).

Para eso, sin embargo, era necesario que don Juan Carlos fuese Rey de todos los españoles, y aunque lo proclamó ante nuestro Congreso y el norteamericano, se ganó el título la noche del 23 de febrero de 1981, cuando detuvo el golpe del teniente coronel Tejero . Podría decirse que aquella noche los mayores monárquicos fueron los que más pegas habían puesto a la monarquía.

Sobre esa base había que levantar el nuevo Estado, compaginando su unidad con su pluralidad. Fue lo más difícil, al haberse ido perfilando dos nacionalismos periféricos, el catalán y el vasco, cada vez más potentes, coherentes y reivindicativos, siendo ya imposible ignorarlos.

Pero a nadie se le ocultaba el agravio comparativo que se cometería reconociendo un «hecho diferencial» solo para ellos . ¿Qué se hizo para compaginar la unidad del Estado español con su pluralidad? Pues aceptar simultáneamente ambas cosas. O, como dice el artículo 2 de la Constitución del 78, «reconocer la indisoluble unidad de la Nación Española», al mismo tiempo que se garantizaba «el derecho a la autonomía de las nacionalidades que la integran». Con este «café para todos», España se convirtió en un «Estado de las autonomías o nacionalidades», jugando con las palabras, pues nacionalidad suena a nación, pero no es una Nación y, menos, un Estado. Gracias a ello, España es un Estado plural sin perder su unidad, que era lo que se pretendía.

Pero si los caminos del infierno están empedrados de buenas intenciones, los conflictos políticos están empedrados de equívocos, Nación y nacionalidad, autonomía y autodeterminación, son conceptos que en un sentido lato o restringido significan cosas muy distintas. Y, como hemos comprobado en los años transcurridos desde que los pusimos en circulación, nos han traído tantos problemas como los que resolvieron . A algunas comunidades autónomas la autonomía les viene demasiado grande , mientras que a otras les resulta demasiado estrecha. Sin que ninguna quiera renunciar a lo que tengan las demás. Lo que significa que un asunto tan importante como el encaje territorial de España no está resuelto, como tampoco lo están otros de igual importancia.

Hay que volver al tablero de diseño sin olvidar lo que dijimos al principio: la Constitución del 78 no fue impuesta por unos españoles a otros, sino pactada entre todos , con las excepciones de rigor. De hecho, fue impuesta por la realidad a los españoles y haríamos mal en olvidar este espíritu al intentar ponerla al día. (Este es el apartado sobre la Constitución de 1978 en mi libro «La Historia de España que no nos contaron», cuya quinta edición muestra la inquietud que reina entre los españoles sobre el momento en que vivimos y la deriva que tome nuestro país a partir del 20 de diciembre).

Entre los que quieren una nueva Constitución -de hecho, una nueva Transición- y los que se aferran a no tocar una palabra de la que tenemos hay un amplio margen de poda de lo que se ha quedado anticuado e injertos para ponerla al día, que sin duda es lo más indicado. Personalmente, no soy partidario de las reformas constitucionales , influido por el ejemplo norteamericano, que a su primera Constitución (1776), muy corta, de simples principios constitucionales, a los que se les han ido añadiendo enmiendas que, sin alterarlos, los articulan y adaptan a las nuevas circunstancias, la mantienen tan viva como cuando fue redactada. Pero la nuestra está ya tan articulada que requiere una intervención más a fondo. Apunto, pues, sus principales fallos.

El primero de ellos es el apuntado de sus equívocos. Hay que concretar la diferencia entre Nación y nacionalidad, entre autonomía y soberanía, entre las atribuciones del Estado y las de las CC.AA. No se trata de una «recentralización» como claman los nacionalistas periféricos, sino de dar a cada cual lo que le corresponde, ya que en otro caso vamos derechos a una eterna pugna de competencias que lastraría de tal forma los más altos tribunales y los distintos gobiernos que impediría su funcionamiento.

Los partidos políticos exigen también una reforma a fondo. Con esa tendencia tan nuestra de ir de un extremo a otro, hemos pasado del «ni agua a los partidos políticos» franquista a «todo el poder a los partidos políticos», hasta el punto de que han llegado a acaparar el ejecutivo, que les pertenece desde el Gobierno, el legislativo, con una mayoría en el Parlamento, y el judicial, a cuya cúpula, el CGPJ, nombran. Es como nuestra democracia ha derivado en partitocracia , con graves consecuencias para ella y para la sociedad. Pues si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente, y los gravísimos casos de corrupción que hemos tenido se han debido precisamente al estatuto privilegiado que hemos dado a la clase política. Hay que acabar con esos privilegios, estableciendo un «equilibrio de poderes», antes de que tales privilegios acaben con nuestra democracia.

La igualdad de todos los españoles debe ser la estrella polar de nuestro ordenamiento constitucional, sin excepciones históricas, económicas, sociales o de ninguna otra clase, pertenecientes todas ellas al pasado. Igualdad tanto de deberes como de derechos, incluida la igualdad de oportunidades, que exige una educación que permita el acceso a ellas de todos los ciudadanos.

Nadie inmune ante la ley

No quiere ello decir que todo sea gratis. Al revés, nada es gratis en una democracia, y todos están obligados a contribuir al bienestar general de acuerdo con sus medios, condición y situación. Como nadie es inmune ante la ley.

Al menos esto es lo que he visto y vivido en países de raigambre democrática y quisiera ver en el nuestro en la «segunda Transición» que se anuncia. El mayor obstáculo que veo para ella es que no existe aquel ambiente de consenso que reinaba en España en 1978 para alzar un Estado de nueva planta. Veo más bien resquemor, enfrentamiento, más interés en lo que nos separa que en lo que nos une. Así no iremos muy lejos. Pues la primera Transición no falló por sus equívocos y cortedades. Falló porque no la llevamos a la práctica con la lealtad requerida ni el espíritu con que fue redactada. Prevalecieron el individualismo, la cerrazón, los prejuicios de todo tipo, que nos están llevando a lo de siempre: a las dos España o a las ciento. Y pocas veces he querido más equivocarme .

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