Manuel Marín
En manos de Podemos
Por más que el foco pueda iluminar la figura de Pedro Sánchez, su investidura no dependerá de su voluntad negociadora, ni de su capacidad de ceder al chantaje de partidos extremistas o independentistas, que se da por descontada si nos atenemos a la euforia gestual con la que anticipó su propósito de formar gobierno. Su sonrisa no delataba tensión alguna. Más bien, la certeza de que prácticamente lo ha conseguido: aislando al PP en la lánguida soledad de un espectador en depresión, e imponiéndose a la sobreactuación de muchos de sus «barones», cuya furia, llegada la hora, será amansada por el instinto de poder hasta convertir cualquier crítica interna a Sánchez en un murmullo servil.
Sánchez no pactará «a cualquier precio»… pero no ha dicho cuál es el límite del crédito. Será muy alto en cualquier caso. Hoy, la envolvente «progresista» sofroniza al ciudadano con la engañosa dialéctica de las «líneas rojas». Se invocan como un ansiolítico de garantía democrática para incautos, o se dibujan como si fuesen un compartimento estanco impermeable al fraude político, cuando en realidad lo que se han empezado a cocinar son cuotas de poder sin límite alguno. Esas líneas son rojas hoy, mañana serán rosas, pasado carmesí, luego marfil y finalmente blancas… producto de una negociación opaca cuya justificación a la ciudadanía se reducirá a explicar que obedece al «mandato de las urnas» y a una voluntad mayoritaria y «progresista» de que «haya acuerdos».
El plan de Sánchez, basado en liderar un «frente popular» maquillado de socialdemocracia clásica y suavizado por las bondades de la nueva «etapa de consensos», está trazado. Ya se pactó con ERC en su día, y volverá a pactarse porque la pulsión de poder y el ansia de marginación de la derecha son prioritarias. Nadie discutirá esa verdad virtual y deconstruida, frente a la verdad real que anticipó Felipe González, sin ningún éxito ni influencia aparente en el PSOE, cuando dijo con razón que no es cierto que en el Congreso hay una mayoría «progresista».
Sin embargo, la gran paradoja de la indisimulada mueca de satisfacción de Pedro Sánchez es que su futuro, como el de España, están en manos de Pablo Iglesias. Descartado el gesto de generosidad extrema al que dirigentes del PSOE querrían abocar a Mariano Rajoy para que el PP avalase a Sánchez con su abstención, solo Podemos puede descifrar esta compleja derivada matemática. Iglesias es consciente y está en lo que los juristas denominan «el dominio del hecho». La sartén por el mango. Ahora solo queda determinar si realmente está dispuesto a ejercer como vicepresidente de un Gobierno en coalición social-comunista, o si juega de farol porque objetivamente pueda convenirle concurrir a las urnas, ya con el millón de votos de IU en su regazo, para fulminar al PSOE. El órdago extremo de Rajoy no lo juega Sánchez, sino Iglesias.