Salvador Sostres

Madame Claude

Salvador Sostres

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Madame Claude regenta el que seguramente todavía es el burdel más exclusivo de París. Hace años quise entrevistarla y aunque accedió no me contestaba nada de lo que le preguntaba. Cuando se lo reproché me dijo que tenía que elegir entre poder publicar lo poquísimo que iba a contarme o que me lo explicara todo con la condición de no publicar nada. Renuncié a la entrevista, que de todos modos era falsa, porque mi único propósito era conocerla y escucharla.

Al saber que yo era de Barcelona y antes de mi renuncia histórica me dijo que los mejores clientes de la casa -depuis 1867-, hasta hacía muy poco, habían sido los catalanes, aunque últimamente los rusos (la conversación tuvo lugar en febrero de 2006) nos habían superado «aunque sólo en gasto, porque los más pervertidos, escatológicos y entusiastas seguís siendo los catalanes».

A los catalanes ricos, tanto a los de Barcelona como a los del «rerepaís», les gusta pisar gas a fondo lo mismo que a los demás ricos del mundo pero sienten una patológica aversión a hacer cualquier demostración en casa. Un poco por su educación contenida, temerosa de Dios, con un exagerado sentido del ridículo, otro tanto por superstición y sobre todo porque temen el poder devastador de la envidia, cuando el catalán rico está en su zona de influencia intenta disimular empatando con la medianía, haciendo lo que es costumbre y si un día por lo que sea quiere tomarse en Via Veneto un champán que se escape de precio le pide al señor Monje que le envuelva la botella en papel de plata.

También España se envuelve estos días en papel de plata en Cataluña. El independentismo -o más exactamente un hondo desprecio al Estado por como «nos trata»- se ha convertido en el dogma por excelencia de la corrección política, superando al feminismo, que ya es decir, y muy pocos, poquísimos, se juegan el tipo por aquello en lo que creen y les interesa. Ni siquiera los que más obviamente se verían perjudicados en caso de secesión o de violentos altercados por conseguirla se atreven a alzar la voz. Una minoría dona algún dinero para que se «haga algo», siempre disimulando, y ante el menor rumor, si conviene, encendiéndole una vela a cada santo.

Luego, cuando nadie les escucha ni les ve, dirigen con una mano al ejército imperial entrando por la Diagonal mientras con la otra llena las copas de Cristal y acaricia la victoriosa piel de las más hermosas chicas que acaban de llegar a París y que madame Claude guarda sólo para ti.

Madame Claude

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