PINCHO DE TORTILLA Y CAÑA

La mano en el fuego

Álvaro Lapuerta siempre me pareció una persona decente, incapaz de estar en política para enriquecerse.

Lapuerta, extesorero del PP, murió en 2018 Eduardo San Bernardo
Luis Herrero

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A principios de los 90, después de que Felipe González se achicharrara los dedos por haber defendido la honradez de Mariano Rubio -el Gobernador del Banco de España que acabó encarcelado por delitos graves contra la Hacienda Pública-, en las entrevistas políticas se puso de moda preguntar al interlocutor de turno si ponía la mano en el fuego por la integridad de cualquier conmilitón que fuera carne de sospecha. Siempre había alguno en ese trance. En todos los partidos. En aquella época, el desmadre de la corrupción alcanzó niveles estratosféricos. La pregunta ha ido perdurando año a año en los cuestionarios al uso y, todavía hoy, rara es la entrevista en que no salga a relucir. Desde que trascendió el escrito de Luis Bárcenas a la Fiscalía Anticorrupción señalando a Rajoy como perceptor de sobresueldos opacos no hay líder destacado del PP que no haya tenido que lidiar con ella: «¿Pone usted la mano en el fuego por la honradez del señor Rajoy?». La mayoría de los interrogados se las ingenian para salir del atolladero con piruetas más propias de contorsionistas que de servidores públicos. Muy pocos han querido seguir el ejemplo de Núñez Feijoo y arriesgarse a acabar con el muñón chamuscado en el pebetero. El morbo de la denuncia de Bárcenas se centra, sobre todo, en los nombres más conocidos del PP: Rajoy, Cascos, Acebes, Cospedal, Trillo, Rato, García Escudero, Arenas… Pero el que me ha interpelado a mí de manera directa ha sido el de Álvaro Lapuerta, el discreto y gris tesorero que, según Bárcenas, cobraba las coimas de los empresarios interesados en contratar obra pública en los territorios gobernados por el PP y luego las distribuía entre los gerifaltes del partido, camufladas en cajas de puros a modo de sobresueldo en negro.

Conocí a Álvaro Lapuerta -o mejor dicho, él me conoció a mí, porque entonces yo solo tenía dos años y aún me enteraba de pocas cosas- en 1957. Mi padre era gobernador civil de Logroño y él un riojano consorte de voz granulada y reputación cabal. Se hicieron buenos amigos y esa amistad perduró hasta el día de 1975 en que a mi padre se lo llevó por delante un camión en Adanero siendo ministro de Franco. Álvaro Lapuerta siempre me pareció una persona decente, incapaz de estar en política para enriquecerse. De hecho, dada la magnitud de su prole -diez hijos-, para poder seguir en la cosa pública necesitó que su mujer, María Elena, hecha de la pasta que modela a las buenas personas, fuera desprendiéndose poco a poco de su patrimonio familiar. Si alguien me hubiera preguntado si ponía la mano en el fuego por la integridad de Álvaro habría respondido que sí sin dudarlo un instante. Ahora sé que es probable que me la hubiera carbonizado. La amistad, aunque sea sobrevenida, siempre tiende a mitigar los desengaños y yo no dejo de buscar argumentos exculpatorios que dulcifiquen el juicio que merece su conducta.

¿Qué extraño sortilegio nubla a las personas honradas y las lleva a comportarse como mangantes? ¿Tal vez la idea de que transgredir la ley por ayudar a una causa superior, sin buscar el beneficio propio, legitima la chorizada? Conozco a muchos políticos de otros partidos -desde Josep María Sala, cerebro de Filesa, hasta Chaves y Griñán, ingenieros de los ERE- que han razonado públicamente de acuerdo a ese patrón filosófico. Quiero pensar que Álvaro Lapuerta no habría hecho lo que se supone que hizo de haber sabido que Bárcenas se lo estaba llevando crudo. Eso no resta gravedad a la equivocación de mi amigo, que en paz descanse, pero explica el clima moral en el que a menudo se desenvuelve la política. «Llevo privado de libertad casi cuatro años y medio -dice Bárcenas en su escrito-, y esta situación hace que uno piense en el mal que ha podido inferir a la sociedad fruto de una España en la que todo valía». Esa es la madre del cordero. Pincho de tortilla y caña a que mientras no cambie ese clima no habrá reglamento interno, ni en el PP ni en ningún otro partido, capaz de convertir la corrupción en cosa del pasado.

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